El corazón es un órgano de fuego/ Un latido que interpela / Genoveva Mora Toral
“Las artes escénicas actuales -danza, teatro, performance y todas sus variantes- tienen como característica ontológica el tránsito vivo de sus temporalidades y presencias, es una relación intensa y activa con el espectador…”[1]
Tomo las palabras del coreógrafo -autor de la cita inicial- para reafirmar que El corazón es un órgano de fuego,una muestra viva de este tránsito temporal que afecta de manera intensa la presencia también viva del espectador, y lo hace en distintos niveles y con seguridad, de maneras diversas, tantas, como quienes transitan en ese momentáneo universo ficcional.
Entro al acogedor espacio del Museo de los metales, en la antesala -piso inferior- durante la espera y luego de las advertencias formales (no celulares, no flash, y no tocar nada de la instalación), ingreso; no es posible decir me instalo; camino, miro, observo; mi mente trabaja rápidamente en el afán de captar todo: leer los textos distribuidos en diferentes lugares, rastrear el detalle de cada rincón intervenido, acaparar con la mirada el movimiento de las ejecutantes, etc., etc. ; pasados unos minutos me calmo y me digo, estoy hay que sentirlo, y entonces sucede una especie de acomodo placentero en un espacio copado por la música, un elemento muy potente y parte fundamental de esta creación.
No sé si fueron treinta o cuarenta minutos el tiempo transcurrido, cuando el director, tal como lo venía haciendo, con distintos sonidos, toca la campanita y como en ‘casa tomada’ va apagando luces, cerrando puertas y desplazando a los visitantes, que en pocos minutos nos vemos afuera, en otro tiempo, en otro lugar donde ya no caben los aplausos. Bajamos silenciosamente las escaleras y cada quien toma su camino, seguramente muchos habrán ido al restaurante de la planta baja donde, como cortesía y parte de la entrada, ofrecían degustar su especialidad de chichas.
Mi cabeza está tomada, pero no pienso en la propuesta, llego a casa y veo a mi Padre, quieto, incapaz de desplazarse y pienso en su vida como una instalación, lo veo como un personaje al que nos hemos acostumbrado en una situación extra cotidiana, lo veo y su imagen conecta con la muchacha -en la obra- del cuarto de baño, intentando sacarse, o ponerse un saco- inmersa en su incapacidad más no rendida.
Será mañana cuando empiece a pensar/escribir sobre este ‘corazón de fuego’, pero no, duermo sin dormir profundamente y sueño la obra, la veo en detalles, escucho las voces y la música, en una especie de ceremonia a otro ritmo, más grave, me habita como una gran perturbación e interpela mi subconsciente.
Estas y más sensaciones provoca el arte, despliega nuestro pensamiento y su posibilidad de tejer conexiones tanto a nivel temático como sensorial. No obstante, y siendo este un ejercicio de goce, lógicamente empieza a conectarse con la forma de la danza y sus modos de asumirla en una particular realidad escénica -la obra- y cómo se ha resuelto, o no, la traducción al lenguaje que le ocupa.
Varios son los niveles de afectación, la simultaneidad de los cuerpos habitando de forma intensa las salas interpelan desde lo físico; percibo el latido en las palabras de la mujer que sentada frente a un atril, pareciera evocar la sístole y diástole que inscribe el cíclico de la vida, invitando a cada escucha a especular de manera individual.
La multiplicidad de acciones nos invita a escoger, tomamos decisiones momentáneas, nos detenemos e imaginariamente trazamos, junto a una de las intérpretes, un registro que dibuja en el piso, ¿un latido? color rosa que se desplaza por la superficie; nos dejarnos llevar por la música, fantaseamos, al mirar a una de las bailarinas responder con ritmo o contra-ritmo, con voz y cuerpo, entablando un delicado contrapunto entre la música y el sonido de su voz.
Mientras, otras acciones suceden como producto de este gran latido que somete y transfigura la atmósfera y, hace de esos cuerpos actantes que, hasta cierto punto han perdido su voluntad y responden automáticamente a los estímulos, grandes y profundos, o a la señal mínima, para cambiar de lugar y volver a sumergirse en su movimiento autónomo.
Y en ese transcurrir me pregunto si esta puede ser la no historia de la vida, si esta casa por la que circulo, como intrusa fuera de ritmo intentando apropiarme de una ceremonia que atrae y desafía, es símbolo o alegoría de una necesidad de apropiación, de ese ir y venir de un lado a otro, tratando de entender, preguntándome o confirmando que esto es vivir, moverse, ser.
Muchas son las preguntas provocadas por esta ocupación que adquiere un significado particular el momento en que, voluntaria y conscientemente, transforman el tiempo y el espacio y convierten el lugar en escenario donde los cuerpos despliegan un lenguaje otro, en este caso, permiten reconocer la huella de Ortiz, difícil de explicarla en palabras, pero tal vez cabe describirla como un ‘estar’ extra cotidiano y al mismo tiempo extra dancístico, como si los intérpretes adquirieran un tono corporal, una manera de hablar a partir de una consigna conceptual traducida al cuerpo, por eso la semejanza y particularidad en cada uno de ellxs, a pesar de una vestimenta casual, asimismo, igual y distinta.
En la propuesta hay, además de los bailarines, dos figuras primordiales, la del coreógrafo y el músico. Ortiz emite consignas mediante pequeñas señales dadas por mínimos instrumentos sonoros, condición que afecta también al espectadxr, porque al escucharlas sabemos que hay que, o mirar a otro lado, o cambiar de rumbo y tanto director como espectadorxs, en pequeños lapsos, nos volvamos parte de la obra.
Entre tanto el músico -David Vázquez- el único instalado en el lugar, en mitad de la acción, inmerso en su quehacer copa el espacio, determina la atmósfera y nos traslada de manera gloriosa, como solamente la música lo hace, a estados diversos. Siento que la música en vivo compuesta o pensada para una obra escénica es algo especial, lamentablemente me quedo en los adjetivos (igual frustración sentía hace pocos días cuando la música de Federico Valdez, en una obra, se imponía y profundizaba de manera fantástica el transcurrir escénico), porque de música no sé más que sentirla y apreciar su injerencia en las acciones de los intérpretes, así como en el ánimo y atención de los asistentes.
De otro lado, la escenografía/instalación -convertida en una de las marcas de varias propuestas contemporáneas de danza y teatro- no solamente ocupa un lugar sino que lo trasmuta física y emocionalmente; no es escenografía instrumental sino parte de cuanto ocurre; los objetos, además de simbólicos (como las urnas o los exvotos), las cintas colgando palabras, las fotografías, repisas que acogen personas, y más, se erigen en formas significativas y activas de la escena, son parte constitutiva de este latido heterogéneo y singular, así como lo son los bailarines, cuya presencia no está atravesada por el virtuosismo como fin; si no en la particularidad de cada quien, dada por su honestidad en escena, por un latido propio que agranda y complementa esta propuesta de poético nombre, por cuerpos que resuena sensaciones e ideas, pensadas también para conmocionarnos.
Ficha técnica
[1]Ortiz Ernesto, La creación en danza, un acercamiento desde la intertextualidad y la composición en tiempo real. Ediciones Universidad de Cuenca, Facultad de Artes, 2017. p.9