El Apuntador

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ESTA OBRA DEBE SER UNA MIERDA, ENTENDÍ TODO!

Jaime Chabaud Magnus

Hace algunas semanas, una amiga funcionaria me escribió preguntándome, de manera informal, lo que pensaba del estado de cosas que guarda el teatro mexicano hoy. Explicar en dónde estamos y hacia dónde vamos en la República del Teatro en territorio azteca es bastante complicado pero me pareció importante tratar de contestar a mi amiga, al menos parcialmente, a través de este artículo. Por supuesto, cualquier pretensión totalizadora sería una torpeza. Puedo insinuar un mapa (incompleto) y pretender dar luz sobre algunos territorios del mismo, nada más.

Me gustaría comenzar por el título que aparece arriba. Es un chiste que me contó un gran teatrista colombiano donde ironizaba la urgencia de algunos sectores del teatro por enrarecer lo raro y descalificar a cualquiera que no haga exactamente el mismo teatro que ellos que sí han encontrado el Santo Grial del teatro archi moderno: expandido, posdramático, liminal, no representacional, performativo-no-sé-qué-cuántos y anexas. Cabe decir que el teatro sin intenciones fabulares (que no quiere contar una historia ni dramática ni narrativamente) tiene su tradición de varias décadas en territorio mexicano. Tenemos exponentes maravillosos como el grupo Teatro Línea de Sombra del que se han visto por muchos puntos de nuestra Hispanoamérica dos de sus montajes emblemáticos: Amarillo y Baños Roma. Del colectivo Lagartijas Tiradas al Sol que mantienen un pie entre lo fabular y lo no fabular también han circulado trabajos como para demostrar que este tipo de expresiones tienen su lugar destacado en el México contemporáneo.

Es curioso que algunos exponentes de dicho teatro, quizá menores, abjuren del teatro mismo y deseen la desaparición de lo que llaman un “teatro hegemónico”, es decir (por lo que entiendo), del teatro tradicional, burgués, que cuenta una historia. Y reclaman enfurecidos que al “teatro-teatro” se le den presupuestos y espacios cuando incluso claman por la desaparición de la arquitectura tradicional para la representación. Sin embargo, cuando contemplamos las programaciones en teatros oficiales o bien los resultados a las convocatorias de becas personales o grupales y demás subsidios de la cultura gubernamental, las expresiones no tradicionales de la escena mexicana actual suelen estar perfectamente cobijadas en términos presupuestarios. Con lo cual, me parece, la discusión sobre la validez de un teatro u otro se centra en el dinero y el poder más que en fundamentos estéticos.

Pocas semanas atrás, fungiendo como jurado en un festival provincial, una de mis colegas me decía al oído: “Cómo extraño ver teatro de verdad teatro”. Me acordé de mi amigo el colombiano que diría: “¡Esta obra debe ser una mierda, entendí todo”. La verdad es que yo escribo dramaturgia dentro de una tradición y de vez en vez, cuando el material lo necesita, me permito deslices novedosos. Pero no tengo ninguna obsesión por la post-post-post lo que sea. Y sin embargo soy fan declarado de ciertos artistas o colectivos cuyas búsquedas me parece generan una poética que me sorprende, me descoloca, me interroga o me sacude. No, no le tengo fobia a ninguna nueva tendencia. En cambio sí soy fóbico de los nuevos profetas de la teatralidad, de esa especie de Henrich Himmler o Josef Mengele que ven una única ruta para el teatro “contemporáneo” y crean desde las escuelas de teatro, a base de descalificación e inducción, clones empobrecidos.

Digamos que lo triste es que no se vea en el estallamiento de las formas del teatro tan encapsuladas a lo largo de casi todo el siglo XX una oportunidad de riqueza. Yo aprecio, en cambio, un horizonte amplio, plural, de expresiones teatrales en el México del siglo XXI. También, no dentro del mapa conceptual o de las estéticas sino del geográfico, percibo una disparidad muy grande en las calidades y las posibilidades. En mi país, como en muchos, el centralismo condena el desarrollo cultural de las provincias, sobre todo las más desprotegidas o ayunas de políticas culturales estatales. Después de la Ciudad de México, capitales como Guadalajara, Xalapa, Monterrey y Mérida pueden considerarse con un desarrollo importante en cuanto a vida y calidad teatral. Otras que destacan, suelen hacerlo más por el brillo de uno o más (pocos en realidad) creadores que hacen la diferencia. En otra parte mayoritaria de las provincias el retraso es notorio. A veces incluso con la paradoja de que la Universidad local cuenta con licenciatura en teatro (con una nómins de docentes lamentables casi siempre).

El conflicto deliberadamente ficticio que cierto sector de creadores mexicanos pretenden (¡desde hace una década!) desatar entre las tendencias archi-modernas (con todos los post algo) y lo que llaman el teatro hegemónico o tradicional está muy presente en nuestras discusiones en redes sociales, encuentros y festivales. Lo interesante del fenómeno quizá se cifra en que los más encarnizados profetas suelen ser los artistas menores de las nuevas corrientes. Eso sí, con una enorme capacidad de verbo, con tonos de oradores que recuerdan encendidos discursos como los que llevaron a la raza aria a la eliminación de millones de judíos. Los practicantes verdaderos de las nuevas estéticas y contenedores escénicos, en general, están muy ocupados y dedicados a hacer muy bien las cosas; es decir: a trabajar.

 

El peligro de los profetas radica en que desde las escuelas realizan un proselitismo que lleva a los desorientados estudiantes a olvidarse incluso de que entraron a estudiar teatro porque se enamoraron de la ficción. ¡Muera el teatro! Claman. Y los jóvenes les siguen ciegos por el ansia de pertenecer a lo ultra archi cool de la escena post lo que sea. Insisto en declararme fan de artistas como Alberto Villarreal, Héctor Bourges, Raquel Araujo, Ricardo Díaz, Jorge Vargas o la jovencita y talentosa Sara Pinedo, y apreciar y disfrutar todas sus indagaciones escénicas no ficcionales. De tal manera que no manifiesto mi rechazo sino a los profetas, esos que ya encontraron el Santo Grial pero que no se lo muestran a nadie porque se les gasta. Lo que me llama la atención y enciende en mí focos rojos es la vehemencia de los profetas en descalificar todo aquello que no esté en su camino de iluminación.

Cual flautistas de Hamelin, los profetas llevan a su nuevo credo a los muchachos haciéndolos abjurar del demonio, es decir, del teatro. ¡Vaya! Todo lo que huela a ficción, a una historia bien contada, por principio, es execrable. Así, hay una sobreabundancia de hacer la copia de la copia por parte de los epígonos que no han comprendido aún un carajo el de qué va la nueva religión pero ya la practican a rajatabla. ¡Muera el teatro de ficción! Puede salvarse un poco si el apellido del autor suena a polaco, alemán o francés, un poco solamente. Por ello el título de este artículo: “¡Esta obra debe ser una mierda, entendí todo!”

En los años recientes, al menos los últimos 4, en los festivales estatales (provinciales) y regionales, un número creciente de experiencias escénicas no ficcionales o elaboradas desde el biodrama, aparecen como una tendencia cada vez más innegable. Y como decía antes, los resultados son desiguales y en muchas ocasiones el copy paste no permite ver un discurso propio.

En este nuevo contexto, se dan algunas paradojas interesantes: por un lado la dramaturgia mexicana está en uno de sus mejores momentos, habitando buena parte de las carteleras de las principales ciudades del país en una convivencia de generaciones autorales muy estimulante. Por otro lado, surgen nuevos seguidores del llamado teatro posdramático o performático, del teatro expandido y/o liminal, con resultados variopintos; algunos sin duda muy buenos como el caso de la ya citada Sara Pinedo en León, Guanajuato, o Murmurante Teatro en Mérida, Yucatán, bajo la dirección de Juan de Dios Rath. También la dramaturgia universal “clásica” tiene su cada vez más reducido nicho para dar paso a autores contemporáneos de diversas procedencias y lenguas.

Conocemos en México a los escritores québécois Wajdi Mouawad, Michel Tremblay, Michel Marc Bouchard y tantos otros gracias a la tenacidad de Boris Schoemann como traductor. Nos ha regalado, de hecho, decenas de textos de lengua francesa para el repertorio de los escenarios mexicanos materializándolos en las tablas bajo su dirección o bien convirtiéndolos en papel a través de la espléndida labor de editor que realiza a través de Los Textos de la Capilla. Y no es poca cosa, en escasos países de habla hispana los autores francófonos son tan bien recibidos, escenificados y difundidos como en México. La efervescencia por Angélica Liddell o, en menor medida, Rodrigo García, ha sido evidente en la última década y media. También el influjo de José Sanchis Sinisterra o Juan Mayorga no puede obviarse. Los autores alemanes, de Ronald Schimmelpenning a Anja Jilling hacen también presencia importante. Los latinoamericanos esporádicamente, aunque con mayor frecuencia aparecen en nuestros escenarios.

Podríamos decir que el mapa del teatro mexicano actual es, por lo pronto, diverso y poco mensurable, sin fronteras tangibles. En ocasiones un mismo creador va de un extremo a otro del diapasón demostrando su flexibilidad. En fin, este artículo prometía más de lo que es pero por algún lado se empieza.