ESTADO VEGETAL O LA INTERPRETACIÓN DE LO LIMINAL. Daniel Félix
Se dice que el padre de la etnobotánica, Richard Evans Schultes, en sus viajes de investigación por la Alta Amazonía para catalogar las diferentes plantas usadas por los pueblos originarios de aquel territorio, recibió esta respuesta ante la pregunta de cuántos tipos de bejuco conocían aquellas poblaciones: “Existen cuatro tipos” -respondían los nativos.
-¿Y cómo los reconocen? -preguntaba el científico.
-Por la manera en que cantan –le respondían con toda naturalidad.
Esta anécdota herbolaria sirve para dar inicio a una de las problemáticas que plantea la obra chilena Estado Vegetal, de la dramaturga Manuela Infante: la liminalidad, el borde en que se difuminan las cosas, donde el límite pierde consistencia, se confunde o se desdibuja por acción de las posibilidades interpretativas.
Estado Vegetal es un unipersonal llevado a cabo por la actriz Marcela Salinas que durante una hora y media escudriña seductoramente las formas dramatúrgicas, a través de un código íntimo que el público espectador deberá captar in situ. Entre las múltiples preguntas que la obra deja caer, como hojas otoñales en la sala, quizá las más insistentes sean estas:
“¿Qué lengua hablan las plantas? ¿Qué códigos, qué sentidos secretos ignoramos de este reino vegetal? ¿Qué ideas se susurran las ramas, qué pensamientos se transmiten discretamente a través de las raíces?”. Y si bien, naturalmente, estas respuestas exceden la representación escénica, sirven como detonadores para dar sentido a las acciones y a una narrativa aparentemente caótica que solamente puede abrirse y entenderse a través del afecto que da la experiencia.
Entonces, de qué va Estado Vegetal, obra presentada en el Teatro Nacional Sucre el viernes 14 y sábado 15 de junio, en el marco de la Fiesta Escénica de Quito 2024.
El unipersonal polifónico de Manuela Infante parecería abarcar diversos arcos de manera simultánea. La actriz es atravesada por un enjambre de personajes, entre ellos dos ancianos, un policía, un bombero, una madre, un joven cabro, varios árboles y plantas; acompañada por ciertos ecos que el texto dramático lanza y se contesta a sí mismo. De la enumeración poética a la deformación del habla; del comentario anecdótico a la discusión filosófica; del teatro físico a la quietud y el vaciamiento como recursos desequilibrantes. Estado Vegetal se vale de un ritmo vehemente para captar y conmocionar.
Cabe, entonces, la pregunta: ¿qué podemos interpretar de una obra que busca decirlo todo sin enunciar nada? El espacio mínimo va llenándose de plantas, incorporando sutilmente a través de texturas y presencias vegetales, una atmósfera liminal: ahora es una calle partida a la mitad por un árbol, ahora es el jardín de una casa cualquiera, ahora es un bosque en llamas, ahora, siempre ahora, es la manera cómo en la oscuridad, bajo el suelo, se tejen las raíces de las cosas, de la gente, de las plantas. Lentamente, casi imperceptibles.
“Ninguna madre quisiera que su hijo corra en una moto” -dice una de las voces.
“La culpa es del árbol, por no moverse” -contesta otra.
“Cómo puede estar vivo, algo que no puede moverse” -dice otra voz indistinguible, liminal, difuminada.
“Que nadie hable por nadie” -grita alguna otra.
Estas voces se yuxtaponen una a otra, interactúan, navegan por el escenario en algo que quizá solamente aparenta ser teatro, pero que en realidad aspira a algo más profundo que la representación de una historia. Por supuesto que la obra representa una historia, atravesada por el ojo liminal de la artista, por el diseño sonoro provocador, por la estética y la escenografía simples, ejecutadas para la ruptura o más precisamente la trasposición de la cuarta pared: esa que construimos a través de la interpretación.
Una obra liminal, una obra experimental en el sentido en que debe ser experimentada para llegar a un entendimiento que no necesite ser enunciado a través del discurso.
Evans Schultes postula: solamente es posible ese entendimiento a través del compartir del código. Para el caso de la etnobotánica, la anécdota que da inicio a este breve texto sirve como ejemplo de aquella necesidad de una experimentación previa al catálogo, al logos. Los bejucos cantan de cuatro formas diferentes, pero esto solamente pueden saberlo quienes escuchen sus cantos.
Manuela Infante y su compañía ponen en escena algo parecido: el problema del entendimiento reside en la experiencia. En este caso, eso que entendemos, eso que extraemos orgánicamente de otro ser, eso que expande los límites del lenguaje, del formato, de la manera en que podemos acercarnos a la obra, a sus historias, a sus afectos. Acercarnos a las plantas y sus mundos, experimentar sus códigos que coexisten con los nuestros. Devenir, es decir, adoptar un código distinto en una línea que transite las existencias diversas, por fuera de los límites..
La experiencia de la obra, al fin y al cabo, no es más que aquello que conmociona aunque no sepamos expresarlo; ese lugar liminal en el que se pierde proporción entre aquello que observa y lo que es observado.
Es importante observar en lo invisible, los destellos fugaces que el arte nos regala.
Ficha técnica
Dirección: Manuela Infante
Dramaturgia: Manuela Infante y Marcela Salinas
Diseño Integral: Rocío Hernández
Producción: Carmina Infante
Diseño y realización de utilería: Ignacia Pizarro
Grabación de voces: Pol del Sur
Coproducción: NAVE Centro de Creación y Residencia - Fundación Teatro a Mil