LAS CONSTANCIAS DE JAIME BONELLI / Santiago Ribadeneira Aguirre
El mandamiento epicúreo, con el cual los seres humanos pretendieron vencer a los dioses, fue aprender a morir. Una de las formas para dominar aquella ineludible eventualidad, estuvo determinada por el gran deseo de aprender, de acceder al conocimiento, al arte, al pensamiento. Xavier Rubert de Ventós diría: perdonarle la vida a la propia muerte; de hacerse a aquello que se quiere hacer con nosotros, creando y conmoviendo; definiendo las texturas de la contemporaneidad a través de las formas del pensar, pero a la vez oponiéndose a cualquier intento de cosificación o de falsa retórica.
Jaime Bonelli, el actor, el ser humano entrañable y generoso, siempre pudo descubrir los gestos oportunos para entender una ética del pensar que fue la dirección obligada con la cual dirigió sus pasos por el teatro y por la vida. En esa experiencia del pensar lo encontramos siempre, incluso cuando la idea de la muerte pudo haber adquirido ribetes inexplorados o inexactos, tratando de dilucidar un pleito ajeno como si se tratara de un problema de culpas. En el teatro encontró los momentos prácticos de un ejercicio diario, constante, sin otro sello de autenticad que no sea el del oficio mismo.
En esa perentoria necesidad de pensar, Bonelli se volvió un hombre sabio. Y ya sin ese error de racionamiento o de imaginación, los pasos suyos iban marcando una huella, un surco, una estela en el teatro ecuatoriano que muchos han ido recogiendo y preservando como un logos tentativo, frugal que ahora es un gesto reconfortante en la memoria del quehacer escénico. Los seres humanos, mientras pueden, escogen algunos espacios para exponer su voluntad fáustica de sobrevivencia, mientras intentan entender los entresijos de la historia, los dispositivos del poder y las formas de saber para intentar acercarse a la inmortalidad.
La constancia y la permanencia fueron sus principales postulados. Así nos lo dijo una mañana cualquiera, entre lo provisorio y lo improvisado, que después fue consignado en una entrevista fraternal que quedó registrada en el libro Los sonidos del pensar, junto a otras voces del teatro y la danza, igualmente generosas. “Es un tiempo del acto y no de la repetición porque el artista tiene la obligación ineludible de dar forma a lo irrepetible. Esa instancia formal de la repetición es lo que Bonelli llama ‘vivir de nuevo’, para consolidar ese espacio del Galpón de las Artes, después de haber llegada hace más de cuarenta años a este país”.
¿El eclipse de la distancia que supone otros encuentros? En la reconstrucción de los recuerdos hay una penosa transgresión de lo sensible. O necesaria. En ese sentido, para Jaime Bonelli la experiencia (el tiempo vivido) constituyó un acercamiento a la autorreflexión cuando se conoce el riesgo, en ocasiones involuntario, de que toda reificación (o cosificación) puede volverse una forma de olvido.
Ese tiempo fugitivo nunca lo detuvo porque prefirió de una u otra manera, las andanzas y la dulzura del azar que interroga y pregunta, como si una sucesión intemporal de acontecimientos, de remezones y sacudidas, interviniera en la plenitud de los hechos, hasta que la ‘estética de la existencia’ –de la que hablaba Adorno en su Mínima Moralia– vuelve a poner en su sitio el venturoso reclamo por la vida vivida convertida en la conciencia o el registro de lo experimentado, que es el legado de Jaime Bonelli “en un mundo donde desde hace mucho tiempo hay algo que temer mucho más espantoso que la muerte”. (T. W. Adorno: Mínima Moralia. Citado por Fernando Castro Florez en Conmutaciones / estética y ética de la modernidad, pág. 103) Gracias querido amigo por ese ejemplo de resistencia, de perseverancia y tenacidad.
Santiago Ribadeneira: Actor, crítico de artes escénicas