LOS CUERVOS NO SE PEINAN | Genoveva Mora
Una partitura escénica para niñxs de 0 a 199 años con plumas en la cabeza, donde las preguntas más grandes del universo caben en los cuerpos más pequeños
En medio de mi actividad de niñera, no pude resistir la tentación de ir al teatro a ver la obra de ‘lxs Muégano’, así que le robé tiempo al tiempo y me ‘autoinvité’ una mañana en que ofrecían una función para colegio, y fui al encuentro de Camilo, ese niño raro, que, por cierto, tampoco es un Frankenstein, se emparentan por su apariencia distinta, el meollo del asunto y la causa de su infelicidad en el lugar al que no corresponde. En todo caso, la obra nos recuerda las versiones de seres diferentes por su aspecto y complejidad; tal como Pinocho, el niño de madera creado por el diestro tallador y transformado por fuerza de su amor en un plagio de humano, al que Camilo se asemeja solamente en lo formal, porque como bien conocemos, las fábulas están pensadas para ejemplificar ese mundo maniqueo que se mueve entre el bien y el mal.
Camilo, el protagonista de Los cuervos no se peinan, drama de Maribel Carrasco, quien coloca, entre otros, un tema muy fuerte de la gran platea humana: lo diferente, qué tanto nos cuesta aceptar; y va más allá, nos increpa con cuestiones como la libertad, la decisión de la maternidad, o, ‘la mapaternidad’, término adoptado por Roldós, quien le da una poética y profunda significación: “asomarse al mapa de la eternidad”, algo así como, tener un o una hijx, darle herramientas para vivir y saber alejarse, darle su centro cuando haga falta.
También está en el tapete el famoso tema de la educación y su sucedáneo, la escuela, ese universo controvertido y necesario, donde sobreviene el primer ensayo para aprender el drama de la vida; y es esencialmente ahí, donde Camilo se va a convertir en sí mismo.
Este drama para niños de toda edad cobra una significación potente cuando lo vemos desplegado en la escena, y no solamente porque lo visualizamos en ‘3D’, sino porque en esa dimensión empieza una serie de cuestionamientos más allá del nivel temático; entran de lleno en lo meta-teatral, lo hacen de modo contundente, quitándonos la venda de los ojos y recordándonos que esto es ficción, que sin embargo se amalgama, o nace en la realidad, pero… no se lo crean todo, parecen recalcar estos actores/personajes quienes, ante nuestros ojos, van construyendo ese mundo análogo y efímero en la escena. No esconden nada, no lo disimulan, el artificio es evidente y se convierte en herramienta precisa para su dramaturgia escénica.
Lo cierto es que con todos estos recursos están evidenciando la mentira teatral, no existe en ningún momento la pretensión de ‘hacernos creer’ que esto sucede de verdad, y sin embargo, nos convoca y nos conmueve a pesar, incluso de intuir el desenlace.
Todo está a la vista, ellos arman los personajes y anuncian de qué va la obra. De hecho, hay un narrador que va contando la historia, y actores/personajes que van representándola, a momentos recreándola, como acontece en la primera escena, que se me ocurre como una suerte de juego teatral frente al espectador, porque son ellos, narrador y ayudante quienes han ‘vestido’ al personaje madre, que en un primer momento asemeja una caricatura, acentuando aquello de la no representación. Hay, sin embargo, toda una construcción del lenguaje escénico sostenido en el teatro físico, en un gesto que se expande gracias al apoyo de la música que va marcando las acciones al más puro estilo del cine mudo, donde incluso sucede la manipulación del personaje madre, convirtiéndose en una especie de metáfora acerca de las razones y obscuridades que implica la maternidad, no se diga optar por una adopción. Todo esto en medio de un frenético ritmo que nos remite al comic por su exactitud. Recursos que atrapan completamente la atención del espectador.
Entonces, si todo es evidente ¿en dónde está clave, en dónde el encantamiento de esta puesta en escena? y claro, la respuesta está en la multiplicidad y en la simultaneidad de un lenguaje, que, también se construye frente a nosotros. Un lenguaje escénico y una línea estética que ya identifica a Muégano, me estoy refiriendo a ese tejido que consiguen entre el movimiento corporal, la música, la voz, la continua transmutación de objetos que van levantando ese universo paralelo; todo esto construido con celeridad y exactitud refuerza la imagen y su decisión dramatúrgica, porque Los cuervos… es una ficción que tiene mucho de realidad, asentada en una serie de símbolos y metáforas que confirman lo humano, el absurdo y la complejidad de vivir.
Los cuervos no se peinan es una (a)puesta en escena que juega con los opuestos: lo ¿normal? versus lo ¿anormal? categorías inciertas, cómo no; el silencio de los personajes enfrentado a la voz narradora que se alarga en agudos decibeles y, en alguna medida marca el destino de estos. Máscaras, gorros, oscuridad que cubre y devela, desafío incesante ante esa alegría circense y energía desbordada. Y está, por supuesto, la escenografía que va metamorfoseando gracias a la pericia de los mismos protagonistas, quienes decididamente y sin titubeo transforman el espacio que los acoge o repele.
Esta creación de Muégano Teatro (2019-2023) está protagonizada por tres actorxs: Pilar Aranda, Estefanía Rodríguez y Santiago Roldós, quienes van transformándose y alternando sus papeles de acuerdo con la demanda del texto y la decisión del montaje; que por cierto cuenta con un trabajo arduo tras bastidores, como el diseño multimedia de Enrique Landívar, que complementa el espacio de los cuervos; el vestuario de Tamara Guiñasaca; los títeres de Sandy y David Sánchez Valdivieso; la realización de escenografía y utilería de Gabriela Cabrera; todo esto sostenido por el montaje técnico de Gabriel Quimis; la asistencia técnica y coreográfica de David Albarracín; la asistencia técnica y de producción de Otty Palma y Diego Ayala, respectivamente. Acompañados del diseño gráfico de Oswaldo Terreros.