El Apuntador

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MARIO OJEDA: El actor que sucumbió al mimo…el mimo que claudicó ante las artes marciales, el hombre que quería ser feliz

Su historia es como la vida misma, un ir y venir entre el anhelo y el ser. Su formación actoral empieza en la Escuela de Teatro de la Universidad Central,  tiempo del que recuerda con inmensa alegría la propuesta que le hiciera su profesor de entonces Antonio Ordóñez, de llevar a escena Siempre Chaplin, obra que lleva siempre en su corazón porque “Chaplin es mi maestro de mimo. Quiere reponer esa obra en el Patio de Comedias, en homenaje a Raúl Guarderas,  ese actor maravilloso que sabía todo de Chaplin y aprendí tanto de él”.

Su camino formal de actor alcanzó hasta el día en que se enamoró del mimo al ver el trabajo de un mimo peruano, que desveló a los ojos del entonces joven actor, lo que para él encerraba ‘todo’ el teatro. “El mimo me dio la sensación de un hombre orquesta, un hombre que podía expresar todo con su cuerpo: cantar, gritar; transformarse cuando quería ser heroico. Ese hombre lograba todo y eso me pareció fantástico, entonces me dije ‘esto es lo que yo quiero’, y además me maravilló la posibilidad de decir todo sin palabras. Me di cuenta de que el mimo era lo más puro de las artes escénicas, era como hacer poesía desde el espíritu”.

Antes de este hallazgo había incursionado en la escena con el grupo Ollantay, que en ese momento estaba dirigido por Carlos Villarreal, “aunque ellos ya tenían una historia anterior con Ulises Estrella”. Con ellos empezó como actor y músico hasta que tropezó con el mimo, disciplina en la que se mantuvo hasta el año noventa y tres. Formó un grupo junto a Mariana Andrade y Santiago Naranjo, pero no tuvo el destino que él hubiera querido.

El mimo fue una tarea de autoformación, pasó también por la escuela de Pepe  Vacas, pero no se considera un discípulo. Su primer trabajo fue Caligrafías que nos deja el tiempo, obra con la que viajó fuera del país y le dio grandes satisfacciones.

Caligrafías… tenía, además, otro nombre para cuando la presentaba en Ecuador, Juan en busca de su nombre, porque “era yo buscándome”; ese trabajo, según lo refiere, fue algo personal y muy atrevido, terminaba en el desnudo, algo que en el mimo no era usual. Quizás por esa razón, no precisamente por el desnudo sino por salirse del cause formal, provocó impacto en un maestro polaco que la vio, quien le propuso quedarse en Colonia en la Escuela de Mimo, pero Mario sintió que no era su momento. Y es que él andaba en búsqueda de algo más profundo, “quería ser feliz”.

De regreso a su tierra continuó con el trabajo, viajó a Colombia y Argentina, donde comprobó que su trabajo no era menor que el de otros mimos en el mundo. No obstante,

como el ser humano no es solo el trabajo, y había algo que no lo dejaba “ser feliz”, él continuó con su búsqueda; se encontró entonces con un maestro que le mostró otra cara del mundo, donde también el cuerpo era el eje primordial: las artes marciales. Así que volcó su pasión y le dedicó todo su tiempo al taichí y a la acupuntura, oficio al que le ha entregado largos años. De hecho, trabaja desde hace más de quince en el parque Ichimbía impartiendo clases de “movimiento y salud”, porque para Mario  el movimiento físico desprovisto del concepto estético genera también vida en el cuerpo, igual que lo que hace la acupuntura. El principio es generar vida desde el movimiento, interiorizándolo, como en el taichí, donde la respiración enseña a tener una percepción más profunda del cuerpo, “no se trata solamente de sentir el cuerpo, sino tener conciencia de la sensación del cuerpo; cuando logras eso liberas el espíritu”.

Al cabo de los años, so pretexto de ayudar en un comercial a un amigo, regresa a la escena, retoma su oficio de actor y vuelve también a su pasión primera. Empieza a trabajar en una obra que estaba dormida, un proyecto que tenía pendiente: La historia del mimo, donde va contando la historia del mimo como ser intuitivo, que es al mismo tiempo un ser humano que va transformándose. Este trabajo lo ha ido mostrando por partes, como una manera de ponerlo en riesgo, de medir la reacción del público.

En este caminar parece que los pre-textos de Ojeda han sido momentos vivos, sincronías que le han ido proporcionando las oportunidades para sostenerse en las tablas, como si esa energía teatral estuviera constantemente atrayéndolo. Sucedió una vez más, cuando Pepito Alvear lo invita a escoger un personaje quiteño para representarlo en una de sus fiestas conmemorativas; inmediatamente viene a su memoria “el terrible Martínez”, una figura que había rondado siempre por su memoria, a través de su padre conoció algo de su historia, pues vivió también en la Tola. Mario se siente identificado con este chulla, porque comparte esa idea del respeto al otro, “Yo me veo en el terrible, me parezco bastante a él, también dejé todo porque no estaba feliz, por otro lado, tampoco he pertenecido a un partido político, porque creo que ese poder no sirve para la democracia, sirve para ambiciones particulares”.

Asimismo, este personaje fue un ‘gran pretexto’ para construir su más reciente obra, pero también para recuperar historias de personajes familiares, no por parentesco precisamente, sino aquellos que desfilaron en la escena intelectual, porque el terrible Martínez no fue un “chulla cualquiera, fue un hombre especial, no fue el chulla de Icaza, fue excepcional, inteligente, leído y escribido; era fino, tenía otras aspiraciones humanas y un vínculo ideológico con su gente, él era un contestatario, quería ser visibilizado como mestizo, con dignidad, no por lo que tenía, o no. Se codeó con la flor y nata de la intelectualidad, fundó dos periódicos y nunca posó para la foto…” Mario Ojeda asume este personaje lo vuelve ‘carne’, hace de él su ficción y su propósito de fe,  porque el terrible fue un hombre espiritual “su tiro no fue de desesperación, no fue una ‘volada’ como dijeron algunos, él sí quiso suicidarse y lo hizo poéticamente”.

Educado en colegio católico y apostólico aprendió que la religión era un camino falso, “les conozco a los curitas y por eso no creo en eso”. Se sabe sí, una persona espiritual.  Su experiencia de vida le ha permitido conocer a la gente. Le encanta su tierra, la sal quiteña, “la chispa, la ingenuidad y al tiempo la picardía que tenemos los serranos, la forma de hablar, me encantan las erres de Quito, y me gusta esa especie de actitud confianzuda que pude tener el quiteño para relacionarse, me gustan estos modos culturales, me gusta la Tola y vivo en la Tola”. G.M.