“No me gusta lo provisional de los sueños, de las aspiraciones”, Una conversación con Carlos Celdrán/Alejandra Aguirre
Allá en la Calzada de Ayestarán, en los bajos de lo que fue una logia masónica se encuentra -avocada a otro tipo de conspiraciones- la sede de Argos Teatro. A pie de calle, bajo una tenue pero perceptible capa oscura generada por el constante paso de vehículos está el espacio que hace las veces de laboratorio de actores, casa de creación y escenario para cada (a)puesta de la compañía. Pese a estar en el centro de la ciudad, ir hasta a Argos Teatro es complicado tanto si vas en transporte público como si te embarcas en una yincana alterativa cuyo periplo concluye con una larga caminata. Una vez allí, si no has llegado con suficiente antelación a la apertura de puertas, corres el riesgo de haber hecho el viaje en vano. Argos Teatro tiene más público que butacas en su interior; un público fiel que no por fiel es escaso, por el contrario, ha ido creciendo notablemente desde que Carlos Celdrán fundó la compañía en 1996.
Transitando por un diverso repertorio que abarca desde la adaptación de una tragedia de Esquilo hasta obras contemporáneas como las de Abel Gonlzález Melo, han estado presentes en ese pedacito de la Calzada de Ayesterán, Calderón de la Barca, Bretch, Ibsen, Michel Azama, Bernard-Marie Koltès, August Strindberg y Samuel Beckett. Los rumores sobre El Alma Buena de Se-Chuan, Roberto Zuco, la vida de Pasolini o Chamaco generaron suficiente actividad entre el público y la crítica pero 10 millones, obra escrita y dirigida por Celdrán marca, sin dudas, un corte en la trayectoria del autor y su grupo.
Un par de meses antes de saber que le encargaran las palabras por el día internacional del teatro, concertamos una entrevista para El Apuntador. Y una vez sabida la noticia han sido estas palabras el punto de partida para el siguiente diálogo:
Alejandra Aguirre: Leyendo tu texto para el 27 de marzo recordé un pasaje bien conocido de La difunta nación en el que Jean Renoir, en respuesta a los argumentos poco disuasorios de sus amigos para tenerlo de regreso en Francia ―por ser Francia, según ellos, su ambiente natural― les dice: «...el ambiente que me ha hecho lo que soy es el cine. Soy un ciudadano del cinematógrafo.» Con la misma filosofía de Renoir, advierto en el segundo párrafo de tu texto una consolidada postura frente a posibles localismos identitarios: «Mi país teatral son esos momentos de encuentro con los espectadores […] El teatro, como yo lo he recibido, se extiende por una geografía invisible que mezcla las vidas de quienes lo hacen y la artesanía teatral en un mismo gesto unificador […] Cuando entendí que el teatro era un país en sí mismo, un gran territorio que abarca el mundo entero, nació en mí una decisión que también es una libertad: no tienes que alejarte ni moverte de donde te encuentras, no tienes que correr ni desplazarte»
A este respecto he de preguntarte lo que has respondido centrares de veces ¿cómo y cuándo decidiste ingresar en los caminos de la representación antes de ser el reconocido dramaturgo y director que eres hoy?
Carlos Celdrán: Todo empezó por la literatura. Escribía desde joven y deseaba ser escritor. En el momento decisivo de elegir carrera opté por teatro, al que desde niño asistía y amaba. Al llegar al Instituto Superior de Arte, enseguida me sentí en casa, estudiar teatro, en sí mismo, es un privilegio para cualquiera, una fiesta, una aventura, te enamoras al momento de cada cosa, de su historia, de los entrenamientos, de la lectura constante de sus obras. Para mí fue un refugio, un lugar de acogida. Venía de escuelas donde, por tantas razones, me sentía extraño, amenazado. El teatro me dio su protección, su auxilio. Por eso, nunca más he salido de él, de estar entre su gente, de comunicarme con el resto del mundo según sus reglas y su vocabulario. Como decía en mi mensaje por el Día Mundial del Teatro, que citas en tu pregunta, el teatro fue un país para mí, con su moral propia, su ética propia, sus exigencias secretas. Convertirme en teatrista fue algo más que una elección, fue un destino que me reveló la posibilidad de vivir protegido, atento, lúcido, y alejado de las normas cotidianas. Nunca he estado fuera del teatro, en eso soy virgen. No he trabajado en nada más, no he ganado dinero en otra cosa, todo lo he vivido y lo he obtenido en ese país ajeno a la falta de fe. He pasado mi vida soportado por la fe de ese país, y no me arrepiento, si me exiliara de ese país tendría que aprender a vivir, y ya es tarde.
AA: En este mismo texto hablas de la perdurabilidad de los maestros del teatro; de esa inmortalidad que no queda registrada ni en fotos ni en vídeos ni en rumores ni tampoco en testimonios como este. Sería necio preguntarte (directamente a ti) cuál crees que es la estela que vas dejando desde ya en esa artesanía teatral, sería igual de necio preguntarte qué formas de la memoria quisieras tú que adoptara tu inmortalidad; pero sí me permito preguntarte, amparada en tus propias palabras, algunas curiosidades sobre tu presente ¿cuáles son las rutinas, los hábitos a partir de las cuáles trabajas con tu equipo? ¿cuál es el pulso de tus ensayos? Soy consciente de que a cada obra y a cada proceso corresponde una respuesta específica pero en líneas generales cuál es el modus vivendi de Argos Teatro?
CC: Cada vez más descubro las claves de cómo trabajamos en Argos Teatro, ese pulso de los ensayos del que hablas. Nunca seguí un modelo de trabajo concreto, organizo el proceso según etapas que surgen al paso. Lo más difícil es encontrar sobre qué trabajar. Ese es el gran parto, el gran corte en la realidad. Decidir por algo que nos agrupará y nos irá afinando y convirtiendo en grupo, que nos volverá a reunir después del caos de donde venimos cuando no había eso, eso que aglutina con sus preguntas y su misterio. Después de hacer esa elección, todo se organiza de maneras muy sencillas, lecturas, discusiones, búsquedas, ensayos. El diálogo me atraviesa, el cruce de opiniones colectivas, de descubrimientos, ensayar es eso, probar y descartar, perseguir la forma, el comportamiento en acción preciso, revelador, que ponga en vida lo que el material, la obra misma oculta y contiene, algo que solo encuentras si disfrutas conversar, polemizar, participar, exponerte a equivocarte, a negarte, a contradecirte, vivir la experiencia de construir. Participo de un clima de análisis que provoco yo mismo como director y que me supera, me arrasa, eso nos saca del tiempo cotidiano y nos sumerge en otro cercano a la obsesión, al delirio, a la pasión. Vives lo que se llama una vida paralela, ensayar es eso, contagiarse de una fiebre investigativa, asociativa, que penetra en ti y no te suelta. Al final, mostramos los ajustes, lo que quedó del descarte, lo que sobrevivió, quizás lo más sólido de todo lo que se quemó. Luego me escondo, no veo las funciones, las sigo de lejos mientras dejo al actor vivirlas con el público, su nuevo aliado.
AA: Antes de llegar al trabajo en conjunto existe un trabajo en solitario ¿en qué momento y en qué medida se incorporan otros miembros del colectivo a ese texto, a esa idea que has urdido a solas? ¿Cuánto suele cambiar?
CC: Si escribo el texto yo, como ha pasado con 10 millones y Misterios y pequeñas piezas, trabajo, como es obvio, muy solo por muchos meses. Al primero que llamo, una vez terminada esta etapa, es al escenógrafo, una vez que dejo de ser escritor para ser director, para intentar materializar eso en espacio y tiempo. Lo hago, porque lo primero que facilita que puedas ver la puesta ante ti es concebir un espacio, un contenedor para la acción, enseguida que lo vislumbras empiezas a ver las imágenes, los movimientos posibles, las atmósferas. Lo hago como ejercicio de arrancada, pues en cuanto llegan los actores y comienzan a moverse todo colapsa, se salva un 10 por ciento que decidirá, al final, que puedas guiar el proceso y no perderte en cualquier cosa inesperada. Cambias con cada miembro de tu equipo que entre, que opine, que meta su cuerpo y su imaginación, así el espectáculo crece desde tu soledad hasta ser lo que será.
AA: Hablando de maestros del teatro, en mi último viaje a La Habana tuve la oportunidad de asistir a tu más reciente obra sobre la figura de Vicente Revuelta. Además de disfrutar propiamente del texto y de la puesta; algo que me dejó bastante en shock fue el trabajo interpretativo de Caleb Casas con quien estudié hace décadas y sin embargo al que no pude ver durante la representación porque logró borrarse por completo y convertirse en ese otro hombre que ha marcado a generaciones. Un amigo muy cercano a Vicente y que también vio la obra, me confesó emocionado que es como si hubieran estado viéndole por una hora. A ese respecto me gustaría extenderte una pregunta que suelo hacer a creadores e intérpretes y cuyas respuestas tan diversas y tan hermosas van completando el calidoscopio que engloba mi duda ¿cuál es para ti el intérprete ideal? ¿Qué condiciones debe reunir ese o esa intérprete con quien trabajas, con quien con más o menos esfuerzo, debes llegar a alguna parte?
CC:Debe ser un actor obsesivo, que le interese la actuación en sí misma como una vía, una posibilidad intransferible de vivir. Me gusta trabajar con ese tipo de actor que ve el mundo como un actor, que se prepara para eso, para nada más. Aunque deba hacer otras cosas para vivir su destino es ser actor, terminar sus días siéndolo. No me gusta lo provisional de los sueños, de las aspiraciones. Hablas de ideales, de actores excesivos, que se maltratan para llegar a zonas parecidas a las que Caleb arriba cada noche en esta obra que mencionas. Lleva una dura preparación lograrlo cada día, un pequeño martirio que ese actor elige pasar y que lo recompensará luego con el alivio de verse metido dentro de lo que hace, fluyendo, sintiendo, liberado de miedo, potente e intenso frente al público. Imagino su placer, su vértigo, es una adicción. Se abstiene de muchas cosas, se concentra a muerte, se prepara durante horas, un rigor férreo, una disciplina que conlleva, seguramente, un malestar considerable para luego sentir la plenitud del escenario, ese ensanchamiento que aparece si trabajas para ello. El ideal para un actor es algo duro de sostener, pero los que lo pueden alcanzar lo buscan, lo negocian con su vida personal cada día. Me es difícil trabajar con otros que actúen a medias, que no quemen algo decisivo en el intento de ser libres y particulares, me conformo, pero en mi interior me rebelo contra ellos. Actuar bien es eso. Un exceso.
AA: Por lo que he leído de ti, de tu relación con lo cotidiano, con el otro y con el mundo; dos características personales han condicionado tu mirada sobre la realidad: una es tu timidez, la otra es tu extrañeza ―la extrañeza de no sentirse parte. Leo también que entre tus autores selectos están Chéjov o Beckett, Virginia Woolf, Bernhard, Coetzee, Gombrovic, Durás, Sebald, Piñera, Lezama, Gastón Baquero, Reina María Rodríguez, es decir, una “caterva” de gente extraña. Y siento que tu extrañeza es más amplia y que se manifiesta tanto en Cuba como en cualquier otro sitio. En el contexto cubano, si te sales un poco del estereotipo es fácil no sentirse parte. Incluso sin ser el cubano promedio, si no bailas, no eres dicharachero y espontáneo puedes sentirte parte porque hay otros elementos que te inscriben en la realidad y hacen posible la identificación. Es Aristóteles quien incluye por primera vez este ítem como regla dentro de la tragedia. Creo que el buen teatro no es capaz ni debe desentenderse de la identificación, ni siquiera pudo hacerlo Bretch por más que lo intentó. Mi última pregunta es ¿cómo puede el extraño de Carlos Celdrán tomar la realidad de materia prima sin lograr identificarse del todo con ella? ¿Será acaso que la realidad es en tu caso una herramienta más que un lugar?
Es una gran herramienta. Estar ligeramente fuera, desplazado, auto expulsado. Muy poderosa y dolorosa al mismo tiempo. No lo has buscado, incluso, luchaste por ser parte del gremio, de tu tribu, pero no funcionó siempre para ti. Y al final, sabes que esa condición no cambiará. Es tu biografía y tu identidad. Estar alerta, atento, extrañado. Por eso, quizás el teatro, por eso la creatividad, este juego constante de dar tu testimonio, de entrometerte en el coro y desafinarlo. Lo dices muy bien en tu pregunta, tomar la realidad de materia prima sin identificarse del todo. Para ser feliz es un gran obstáculo, para trabajar una ventaja ligera que te da una mirada, un pulso, una velocidad. De mis contemporáneos siempre me asombra su inmersión en los procesos sociales, y de todo tipo, la capacidad de entusiasmo y de adaptación. Nunca he podido estar a la par de nada, mi paso es el del cojo, el del minusválido, el que llega después y se sienta a mirar la fiesta. Por muchas razones temo de la euforia de la fiesta, de la respuesta colectiva al ritmo, al compás. No me jacto de ser así, no creo que sea superior a nadie, simplemente no puedo dejar de temer y de ver la disonancia en ciertas cosas. Quizás sea una experiencia muy común, muy extendida que ocultamos para confraternizar.