ROGER WATERS EN QUITO: NO, ESTO NO ES UN SIMULACRO | Juan Manuel Granja
Lo vivimos en primera persona el sábado pasado (9 de diciembre): hoy por hoy, figuras como las de Roger Waters pueden despedirse de los escenarios como si se trataran de héroes de otro tiempo, de un tiempo mítico donde los dioses olímpicos del rock inventaron un dios aún más grande, el rockismo, y trataron de triunfar con guitarras eléctricas y estatura de “autor” sobre el resto, incluido su propio ancestro bailable, el rock and roll, que como otras músicas para bailar se relega a un lugar de menor prestigio.
Hoy se elevan altares decorados con vinilos, se exhiben idolatrías retrospectivas y avanza toda una industria de la nostalgia, además de una cultura del “yo me llamo”, incluso cinematográfica, que parece tragarse ese antiguo mainstream que hoy emerge como zombie en un siempre reeditable box set de lujo con infinitas versiones remasterizadas de clásicos que así se vuelven aún más clásicos.
El propio Waters acaba de reversionar este año el célebre álbum del prisma: Dark Side of The Moon Redux. Curiosamente, la primera canción que lanzó fue Money. La manera de enmarcar este tema no solo subraya lo simplón del comentario de su letra a propósito del capitalismo (dinero = maldad), además muestra a un Waters que exagera y sobreactúa el aliento rasposo de su envejecida voz para parecerse a un Tom Waits o a un Leonard Cohen (como él, con voces femeninas contrastando-sosteniendo esa voz que lija el oído). Sobre todo, le quita a la canción lo que envejecía bien de la original para añadirle aquella tendencia tan suya de querer sonar grave e importante. Solo hay que recordar, por ejemplo, como en la canción Déjà Vu, ¿del disco Is This The Life We Really Want?, dice que él (¿o el yo lírico?) podría haber hecho un mejor trabajo, si tuviera el lugar de Dios.
Y es justamente esa misma inclinación hacia lo solemne la que termina pesando tanto para bien como para mal en sus shows en vivo. This Is Not A Drill (esto no es un simulacro), la séptima gira de Waters como solista, fue sin duda uno de los conciertos más espectaculares presentados en Ecuador. El despliegue visual, pirotécnico y de audio (que también utilizó los altavoces del estadio para panear sonidos y voces como en los coqueteos con la musique concrète de álbumes como The Dark Side of The Moon) emocionó a un público de todas las edades.
El concierto empieza con Comfortably Numb, pero sin la guitarra de su ex compañero de banda, David Gilmour, quien se quedó con la marca de Pink Floyd y con quien Waters mantiene varias disputas por su apoyo a Ucrania, mientras Waters terminó justificando la invasión rusa. Las enormes pantallas de 10 metros y 30K sobre el escenario (y que, para quienes no ocupan las primeras filas, SON el escenario) despliegan un trabajo de video, visuales y animación milimétricamente coordinado con la banda, con las explosiones de pirotecnia y con el discurrir temático del concierto.
Las versiones de las canciones de Pink Floyd suenan potentes y correctas (la banda de nueve músicos que tocó en Quito ofrece sin duda una estudiada devoción), las canciones del Waters solista, como The Bar, van más bien hacia lo acústico, quieren resaltar letra y voz, incluso las enormes pantallas prefieren en esos momentos volverse pizarrones para encuadrar las frases waterianas. Y esa es tal vez una de las principales diferencias entre Waters y su ex banda: el Roger Waters actual valora el discurso y la narrativa puntual, el sentido claro, las posibilidades políticas de contar con un micrófono, mientras que buena parte de su trabajo con Pink Floyd aún se dedicaba a crear ambientes sonoros, una política de la expansión sensorial o por lo menos un juego de los sentidos.
¿Fue en el fondo más político Syd Barrett, fundador psicodélico de Pink Floyd, que Waters? ¿La idea de hacer del álbum, y no de la canción, la unidad de sentido de su trabajo no hace del mensajismo de Waters un retroceso? ¿Es la revolución sonora más revolucionaria que el panfleto amplificado?
This Is Not A Drill cuenta no solo con un setlist o repertorio de canciones, sino también con un guión, con un timeline estratégico. Tiene momentos de denuncia directa, como cuando aparecen los más recientes presidentes de Estados Unidos escrachados como criminales de guerra, otros instantes están dedicados al anecdotario personal y, claro, no podían faltar escenas de nostalgia sesentista.
La proyección de fotos y videos de Syd Barret junto a la agrupación original de la banda, en la época pre-Gilmour, fue uno de los momentos más emotivos del evento. El texto de las pantallas se encargó de contar el origen de Pink Floyd: un show de Gene Vincent y The Rolling Stones, a cuyo regreso en tren Barrett y Waters decidieron crear una nueva banda con un nombre compuesto por los apellidos de dos blueseros de la colección de discos de Barrett: Pink Anderson y Floyd Council. Como vimos, a ratos, este concierto parece un documental, más tarde, una pieza de animación experimental (como en el hipnótico trabajo de animación protagonizado por un hiperquinético cerdo verde en Money), después se asemeja a un documental de guerra musicalizado, a una ilustración de escenas al estilo del filme Sin City, e incluso a los créditos animados del inicio de una película de escala épica, como no podía ser de otro modo.
El concierto de Waters es, en varios sentidos, una obra de post-cine. Es decir, así como el cine en sus inicios compartía espacio con las novedades científicas, el entretenimiento burlesco, las carpas circenses y las barracas de feria, las nuevas formas de post-cine limitan con la compra desde el hogar, los videojuegos, el internet, los smartphones y las variadas formas de streaming.
Sin embargo, por avanzada que sea toda esta maquinaria tecnológica, son ciertos ideales contraculturales de los años 60 y 70 los que siguen palpitando en este tipo de show: un pasado en el que pensar en cambiar el mundo y postularlo no sonaba tan ingenuo o utópico como suena hoy, sobre todo si es que se hace desde una tribuna levantada por la cultura pop.
Armado de este rock orientado al mensaje, Waters se presenta como archienemigo de todo lo que se asocia con lo autoritario, injusto y contaminante (¿son sus conciertos amigables con el medio ambiente, como son los de Coldplay, o todo se queda en palabras?). No obstante, hay un callejón sin salida al que lleva la ingenuidad política de las canciones pop: desde John Lennon con Imagine hasta Rage Against The Machine o Pussy Riot, la música de denuncia, al enfocarse en la acusación o la militancia, muchas veces a lo máximo que llega es a reivindicar lugares comunes como la paz, la felicidad, la libertad…
En lugar de complejizar la realidad, la simplifican: ¿No es eso lo que hace la publicidad?
Y son este tipo de posturas o prerrogativas discursivas las que quizá hoy, en un mundo tan polarizado, causan el desinterés de cierto público por este tipo de artistas. ¿El rock no ha muerto? Lo cierto es que para algunos este género y sus subgéneros no consiguen salir de la adicción a su propio pasado, de esa retromanía (Simon Reynolds) que formaría parte de un fenómeno cultural general atravesado por la hauntología (Derrida), con la consabida ausencia de un futuro ya no apenas deseable sino siquiera imaginable.
Pero el rock no muere en el sentido de que, en sí, no ha perdido productividad o capacidad de propuesta. Es más, tal vez el momento actual sea uno de los más interesantes del rock, basta escuchar a King Gizzard & the Lizard Wizard, a Polyphia, a Turnstile, a Squid o a Black Midi, entre otros hijos de la sobreabundancia de información musical. En efecto, gracias a internet y sus duendes algorítmicos, tal vez este sea el mejor momento para escuchar rock, pero también otras músicas de otras épocas y de otros lugares del mundo.
Así, lo que está claro es que el rock ha perdido la centralidad de la música popular que ocupó en otras décadas. El rock ya no acompaña la sensación de futuro o neofilia que se vivía en épocas de utopismo tecnológico y llegada a la luna, que es como hoy vemos o queremos regresar a ver una década como la de los años 60, década de aparición de bandas como Pink Floyd, bandas con un poder cultural o un sentimiento de auto importancia que Waters hoy capitaliza y hace patente a cada paso.
Un ejemplo fue su crítica a la prensa canadiense por preferir cubrir el inicio de After Hours Til Dawn, el tour de The Weeknd, en lugar de su propio concierto en Toronto. Dijo: “Por cierto, con el debido respeto a The Weeknd o Drake o cualquiera de ellos, soy mucho, mucho, mucho más importante de lo que será cualquiera de ellos, sin importar cuántos miles de millones de escuchas tengan… Están sucediendo cosas aquí que son fundamentalmente importantes para todas nuestras vidas”.
El efecto Waters continúa, pues otra explosión pirotécnica generada por el concierto en Quito fue todo el ruido y debate en redes que provocó el cantautor inglés por concebir un show lleno de proclamas de resistencia anticapitalista, activismo, antiterrorismo de estado (Estados Unidos e Israel en la mira) y referencias a su pasada visita al Ecuador para apoyar el proceso contra Chevron.
Aparte de las polémicas panfletarias, de la visión maniquea e ingenua del capitalismo como fin de la historia, del fundamentalismo democrático o de la caricaturización del anticapitalismo (o, más precisamente, del deseo de un post capitalismo) como supuesto deber-ser austero y anti tecnológico, lo que de verdad atravesó el concierto de Roger Waters en Quito fue su fragmentaria retransmisión fotográfica, videográfica o a manera de selfie y meme, vía teléfono celular. En una palabra, eso que llamamos “novelería” potenciada por la prótesis que llamamos smartphone.
Todo esto no hace más que comprobar algo que Waters sabe muy bien, pues lo aprovecha de todas las formas que puede. Sabe que la política, después de televisarse, se twitterizó y que se despliega en el día a día de forma tan espectacular como el más reciente trend viral, sabe que los medios se pueden usar para que la política sea aún más espectacular, para que sea empaquetada y vendida como show. Para corroborarlo, como si hiciera falta, basta ponerle play en YouTube a un orgulloso desfile de misiles nucleares norcoreanos, al Asalto al Capitolio de Estados Unidos o, mucho más recientemente, a las últimas elecciones presidenciales argentinas o ecuatorianas.
No, esto no es un simulacro, es una declaración de auto importancia en medio de la sociedad del espectáculo. Es el estupendo trabajo de un gran showman.