ACTUALIDAD DEL TEATRO: PRESENCIA DE LAS FORMAS Y LOS LENGUAJES Santiago Ribadeneira Aguirre
Concurre una derivación de ambigüedad cuando se quiere delimitar la teoría de los géneros, tanto en el teatro como en la literatura. La tragedia, por ejemplo, como proposición y práctica, ha ‘desaparecido’ del vocabulario dramático y del hecho escénico, ha sido desplazada de su pasado léxico, si acaso hubiera un modo característico de entender la disyuntiva actual y sus sinónimos. Al ‘desaparecer’ la tragedia ¿el teatro se ha quedado sin héroes? si aceptamos el axioma de que ‘toda tragedia confronta al héroe ante un dilema indisoluble’ (Elías J. Palti). Y esto nos lleva a preguntarnos, sinceramente, si acaso existe un ‘modo característico’ de poner en escena un tema (el amor, el honor, la infidelidad) o un conflicto determinado (la justicia, las leyes, la sociedad), que plantee otras prerrogativas o residuos estructurales.
En el mundo de las ideas o de los principios, la pregunta inmediata sobre el teatro y sus variantes históricas (dramáticas, estéticas, ontológicas, de forma), es sobre aquello que define ‘la naturaleza’ de un arte cuya evolución ha sido fundamental y definitiva, como para decir que ‘ya no habrá vuelta atrás’. Sin embargo, hay que citar a F. Nietzsche de manera obligada desde La muerte de la tragedia, donde expresa la oposición entre ‘conocimiento y acción’ (E. J. Palti):
En ese sentido el hombre dionisíaco es semejante a Hamlet: ambos han penetrado en el fondo de las cosas con mirada decidida; han visto y se han sentido hastiados de la acción, porque su actividad no puede cambiar la eterna esencia de las cosas; les parece ridículo o vergonzoso meterse a enderezar un mundo que se desploma. El conocimiento mata la acción; es preciso para esta el espejismo de la ilusión: esto es lo que nos enseña Hamlet; (…) es el verdadero conocimiento, la visión de la horrible verdad, lo que aniquila toda impulsión, todo motivo de acción, tanto en Hamlet como en el hombre dionisíaco. (F. Nietzsche El origen de la tragedia, Espalsa Calpe, 2007, p. 81, citado por E. J. Palti)
George Steiner, de su lado, decía: “El modelo ‘absolutamente trágico’ de la condición del hombre y de la mujer considera a éstos intrusos no deseados de la creación, seres destinados a padecer sufrimientos y frustraciones inmerecidos, incomprensibles y arbitrarios. El pecado original, adánico o prometeico, no es de categoría trágica. Este pecado está lleno de posibilidades tanto de motivación como de redención. En lo ‘absolutamente trágico’ el crimen del hombre es el de ser, el de existir”. (1997). Y ya sin pecados capitales, ¿cuál es el rol actual del teatro?
Su inactualidad permanente, es lo que Guillermo Heras considera que le permite al teatro seguir diciendo cosas y desmitificando historias, abiertas a los demás seres humanos de hoy y ‘abiertas a los significados que los seres humanos proyectan sobre el presente’. “La fuerza del teatro reside en su teatralidad y sus posibilidades de seguir conectado con la práctica teatral de nuestros días (…) Por lo tanto, el teatro nunca es actual ya que escapa del código del encerramiento en una página, película, en una tela o en video”. (Guillermo Heras Analogía y sintonía Revista La última Rueda No. 8. El subrayado es mío).
El teatro está ligado a un sistema nervioso indescifrable. Es un cuerpo vivo que muere y renace de cuando en vez. Puede estar en el lenguaje del propio teatro que es sibilino, hermético y contradictorio. Está de por medio la intromisión como mirada y como imaginación gestante para que no se le pueda encasillar en esquemas o estilos, tal vez porque no tiene que preocuparse de ser algo. Y, sin embargo, el teatro es el teatro, sentenciaba Pasolini, porque hace que prevalezcan sus discontinuidades como los lugares del espectáculo.
Es decir –para que no se mal entienda– el teatro ecuatoriano ha revindicado su derecho inalienable de ser libre para hacer lo que le plazca con sus obras, con los procesos, con los temas sensibles y sus respectivos espacios artísticos, incluyendo una visión ciudadana que parecería definir el concepto de espectador. En el terreno de la reflexión o de la crítica el espectador solo es un ’dato de hecho’, por lo tanto, no hace falta ‘demostrar su existencia’, casi como un dios constituido.
¿Las convenciones teatrales, antitéticas, solamente mudaron de aires o terminaron con su ‘histórica’ existencia? ¿Otras formas de teatro son posibles, cuáles? ¿La sociedad –su desarrollo, modos de producción y demandas– es un factor determinante para ese proceso de cambio en el tiempo, el espacio y en la acción / contemplación del teatro contemporáneo? ¿Los lenguajes se resisten y reclaman sus lugares originarios, pero expiran acorralados por las nuevas escrituras escénicas y un logos compartido
Espacio de la vivencia y la acción / contemplación (J. A. Sánchez): hay que referirse de manera directa a las ‘intenciones temáticas’ –cuyos derroteros, fuentes, vertientes son diversos, variados y muy pocas veces contingentes–, que ofician de promotoras, verificadoras y descubridoras de incertidumbres sociales, políticas e incluso poéticas–, temas y contenidos dramáticos excluyentes / concluyentes, de la manera en que concuerdan en el hecho escénico, la vivencia y la contemplación. (La participación, directa e incluso inducida del público).
Porque hay una premisa que ahora mismo impera en los espectáculos: la radicalidad para situarse al ‘borde de lo puramente artístico’, en el cruce de los lenguajes y en el armado de sentidos otros, incluso por fuera de modelos conductuales (en algunos casos casi cultuales), políticos e ideológicos, para procurar la construcción (teórica) de procesos de integración reales, si no auténticos. O de ‘encuentros’, si el término tiene todavía cabida en la sensibilidad del espectador que, en algunos casos, puede desarrollar ciertas empatías (progresivas) con los ‘temas’, como intención asociativa directa o indirecta.
Las trayectoria y la descolocación –salir del lugar de la representación y deshistorizar al espectador– en el marco de estas supuestas ‘prescindencias’ queremos entender los espectáculos Tres tristes trampas; Vacío; El apocalipsis según Daniel y María; Danza, danza, danza y El juego de los insectos del grupo Dadá / Nada, sobre los cuales verteremos algunas consideraciones conceptuales, seguramente (necesariamente) divergentes u opuestas con lo que piensan y cavilan los creadores y el público como parte de la muchas veces aludida y recelada ‘pervivencia cultural’. Eso se entiende en el tratamiento dramático de los contenidos, argumentos, tramas y algunas estrategias sometidas a espesores dramáticos: los recursos vinculados a la acción; las estructuras narrativas fragmentadas, los ‘personajes’; la escenografía como diseño y práctica que incluye la iluminación, el sonido, etc.
¿Nuevos lenguajes? ¿Eliminación de aquellos elementos o recursos que entorpecen la lectura, el desciframiento? ¿Hay que descartar lo superfluo, por ejemplo el uso de la palabra como parte del diálogo? ¿Descartar el diálogo? ¿Después del teatro qué? Más teatro, seguramente. Ese sería el axioma o la premisa de análisis, para ingresar en otro ámbito del desciframiento del hecho escénico, y salir de alguna posible ‘antropología de la creación’ como postura de análisis.
En la obra Vacío (Director y dramaturgista Santiago Campos Naranjo y asistente de dirección Ivannia Michelena y Andros Quintanilla), las acciones performáticas contrastan y definen el ámbito de las afirmaciones que los actores y actrices –no los personajes que están velados– usan para ilustrar las pertinencias del lenguaje escénico, (desprenderse de la representación) y que son las carencias del propio lenguaje: a la entrada de la sala se reparten tarjetas en las cuales los espectadores escriben lo que podrían preguntarle al actor/personaje o preguntarse ellos mismos sobre cómo se ven o se perciben ahora. Es lo que importa: el ahora enmascarado de presente. Es el embozo de la palabra lo que resignifica el espectáculo, en el marco de un polígono con sus lados abiertos e iguales para que los vértices confluyan y el espacio de la representación desaparezca. No hay una ‘redención’ posible o probable. En ese trasluz, todo se cotidianiza, incluso la palabra que resulta ser un elemento sin la contundencia suficiente para el acto de comunicar.
¿Qué se comunica, entonces? La ambigüedad de la oposición sonido / resonancia / significado que se une a la voluntad de los espectadores, actores y actrices para las nuevas tensiones dramáticas, casi como una imperiosa confesión/denuncia/participación colectiva que deviene en otra forma de teatro para una recreación simbólica y autobiográfica. Hay hechos pero no sucesos: el acaecimiento se posterga frente a una inminente inmersión vivencial, dicha, registrada y proyectada en ese mismo momento.
Por lo tanto, atrapados en esas extrañas prerrogativas, ya nada es obvio. Lo peligroso sería convertir al espectador que asiste (o consume) en un objeto de investigación, es decir, “en alguien o algo incluido en los resultados de la experiencia, recompuesto en sus líneas esenciales en relación con los instrumentos y los fines de la investigación”. Hay una cierta lógica, en todo caso, que supone que el espectador tiene un destino prefijado y hasta inexorable: sentarse a ver un espectáculo.
Lo que siguió fue un apocalipsis vs otro apocalipsis. El apocalipsis de Daniel y María (Coproducción de C’est la vie Teatro y el Estudio de Actores), es que a “partir de un texto bello de Ionesco, dos actores se ponen a hablar del fin del mundo y de aquello que es importante decir en estos tiempos”. Y eso es lo que prima en El Apocalipsis de Daniel Gudmunsson y Marie Lourties: la quieta vehemencia, el arrebato y el deseo de estar en el escenario que sea capaz de provocar una reflexión, una experiencia que no dependa solamente de lo escénico o del texto (el de Ionesco, de los propios artistas y los de otros autores). Digamos que hay una estructura de la fábula dramática y una estructura del espectáculo que terminan coincidiendo en la autonomía de ambos, sostenida por los personajes que efectivamente hablan, a veces dialogan o escriben consignas en las paredes que chocan contra el silencio aparente de los espectadores. Son los presupuestos estéticos que les devuelven a la anagnorisis como ‘verdad objetiva’ y recurso narrativo de los dos personajes que se reencuentran, sin encontrarse, para hacerse una idea de sí mismos.
Danza, danza, danza estuvo concebida como un ciclo que se cumplió en el Estudio de actores, con las coreografías No me llames estoy bien; Pídeme lo que sea; La conversación y Deletreando cosas simples. No me llames, estoy bien, de Gato Relato (Idea original, interpretación y coreografía Nadinka Flores, asistencia de dirección de Pedro S. Montoya, Dirección de Wilson Pico, a partir del texto La voz humana de J. Cocteau), crea una forma de persistencia visual / temporal / sombría. Porque Ella, bajo la referencia obligada de una espera incierta, danza la invocación de Él, que puede producirse de un momento a otro. El teléfono de color negro, en el piso y a un lado del escenario, es un objeto improcedente, feo, rudimentario cuya única ‘función técnica’ es la de simbolizar lo que el personaje ‘narra’ corporalmente. En ese lenguaje de imágenes yuxtapuestas, está la desavenencia con la forma reemplazada por la ceremonia de la espera, la ruptura del significante. Es el traspaso de La voz humana de Jean Cocteau al lenguaje del gesto, del movimiento y del sonido, finalmente liberados.
Pídeme lo que quieras del grupo Planos Inclinados es el espectáculo en el que los bailarines Denise Neira y Fausto Espinosa, hacen una apuesta orgánica por el movimiento y la imagen. La estructura interna, vivencial, crea correspondencias con el cuerpo, el espacio y los tiempos de cada uno que se (con) vierten en nuevas dimensiones aleatorias como una opción abstractiva. No hay sucesos sino eventos corporales o acasos que encuentran franjas coreográficas de escucha en los espectadores.
Una maleta y una mesa son la parte orgánica de la formulación dramática de La conversación del grupo Elqueteconté, idea y dirección de Nathaly Olivares y Nai Ramírez, la asistencia técnica de Tamia Loya. La descomposición en réplicas o estaciones (Srindberg) hace que la negación de la negación influya sobre los diálogos corporales, gestuales, sonoros y sean el último recurso de las réplicas de los personajes, que pugnan entre sí con acciones subjetivas y primarias. La silla y la maleta agotan sus significados: dejan de ser objetos de referencia semántica de la inacción. Ni disimular ni fingir. Privados de una cadena lógica de sucesos las ‘historias personales’ de los dialogantes, se quedan sin mediaciones posibles. Viajes, desarraigos, migración, despojo. Son las pequeñas conmociones las que insisten en la recuperación de lo real que corre detrás de los cuerpos, finalmente como una pérdida de sentido.
Agujero Negro presentó, dentro del mismo ciclo de danza contemporánea, una experiencia de disociación llamada Deletreando cosas simples. A esa voluntad disociativa hay que agregarle la transitoriedad entre el lenguaje de la danza y la teatralidad del gesto, que se formula como una (aparente) continuidad impuesta por los intérpretes y creadores Luis Cifuentes y Edison Galván. La irritante fijación se verbaliza para silabear, pronunciar e interpretar, produciendo el forzamiento asociativo y sonoro de las palabras: abrazar, agitar, frotar, olfatear, besar, fragmentar, botar, gritar, caminar, lanzar, vestir… Es el llamado que se extiende a la acción no desde el verbo como propuso el poeta Goethe, sino desde el cuerpo, el gesto y el movimiento. “En mi último libro –El innombrable–, señalaba Beckett, -no hay ningún nominativo, ningún acusativo, ningún verbo. No hay manera de continuar”. (Israel Shenker, nota sobre Beckett en New York Times (1956), recogida en Primer Acto, No. 233, II/1990, p. 10, citado por J. A. Sánchez).
Los verbos serían como una interacción (des)ordenada que se alterna con una sucesión de quebrantos del gesto dramático. ¿Afectar la presencia del gesto puramente circunstancial? El individuo-cuerpo está deletreado, silabeado y finalmente, interpretado por los espectadores que han sentido las exigencias e imperativos verbales, sus rigideces sonoras, repetidas muchas veces por los intérpretes de manera diacrónica, dialógica y performática. Es el ámbito extraordinario de la ambivalencia del lenguaje de la danza más directo y comunicativo, si cabe la paráfrasis.
Y es lo literal, en cambio, aquello que sufre una derogatoria de lo que significa la condición amorosa del ser humano como pulsión de vida y una sublimación apurada en la relación de pareja, que plantea la obra Tres tristes trampas (escrita por María Luz Albuja y Alfredo Espinosa, con las actuaciones del propio Espinosa, Juana Guarderas y Antonella Moreno) que se presenta como un ‘trabalenguas conyugal lleno de enredos y risas’. Es decir, entrar en lo convencional (la comedia) y perturbar el texto con inteligencia, creatividad para encontrar la escritura escénica más próxima a la parodia.
Vale la dramaturgia y vale el tono de disputa, sin necesidad de clarificar las condiciones de los personajes que yuxtaponen sus desavenencias para romper las casualidades (el tiempo anterior) casi como si se tratara de un rito-juego al que se vuelve una y otra vez. El matrimonio de la pareja es un fracaso que se desdibuja solo. La tercera en discordia es un fantasma (una profesional de origen ruso) que deja constancia de ese fracaso. Sobre el fondo del amor desconstituido, las tres trampas (o ‘tres ensayos para una experiencia sexual’ freudiana) se estimulan la intriga y la opción por no desaparecer de la vida del otro.
Las actrices y el actor deciden someterse a las exigencias de la puesta en escena, que establece las reglas del juego, creativo y contradictorio al mismo tiempo. Y eso solo pudo lograrse con el sostén de un grupo que siempre va más allá del ‘personaje encontrado’. La estructura del espectáculo es la estructura de las presencias, de una realidad concreta que abre y cierra las compuertas del ‘sin sentido matrimonial’ repleto de engaños, de intemperancias que cada uno se pone en el camino. Por eso los cambios de roles, las distorsiones del lenguaje, los engaños, las sutilezas lingüísticas. El potencial orgánico del espectáculo está en la interpretación y la riqueza de una experiencia actoral y una dramaturgia interactiva.
El Juego de los insectos (Dirección de Paloma Saad Gamayunova del grupo Dadá o Nada) no es un juego sino la parábola ineludible e inadecuada para una comparación y una pregunta: ¿somos mejores que los insectos? La obra acontece a través de cuadros o fragmentos configurados entre sí, mostrados/contados por un vagabundo que se despierta de repente después de una larga y copiosa borrachera: Mariposas de primavera; escarabajos de estercoleros; la mosca ichneumón y un mundo cruel; amor en tiempos de grillos; de luchas sociales y otros parásitos; hormigas en busca de paz; y, las polillas y el significado de la vida. La acción (otra vez) y lo experiencial hacen el trazado del planteamiento inicial, (¿somos mejores que ellos?) como si se tratara de un itinerario escénico ‘real’, que buscaba transgredir una posible re/acción emocional e irracional del espectador. En ese estado de no-razón y su reducción al acto el vagabundo cruza la línea de la razón sin un resultado aparente o próximo. En ese caso, el veredicto es otro: la razón no basta para develar el engaño en el que ha vivido la humanidad. La comparación con los insectos, tampoco. Es la ¿dramaturgia del miedo o de la pesadumbre?
Las definiciones y las vivencias teatrales tienen que ver con la mirada. Todas ellas construyen sentido. Aparece el elemento duda que alude a una estética del dispendio, que nos puede conducir hasta la angustia. Eso nos obnubila y molesta. Es un teatro de la molestia que ha sido capaz de descartar los a priori. No está obligado a hablar de nada específico y, sin embargo, cuando lo hace ajusta sus prerrogativas estéticas, de forma, liberado de la obligación de tener que juzgar necesariamente la realidad. Las inferencias (conceptuales y ontológicas) son parciales y pueden desarticular las vivencias propias y las de los espectadores: no hace falta ir más allá de lo meramente testimonial. ¿Reconocer si el espectador (el público) puede devenir en protagonista, que cumple un ritual y por lo mismo esa ritualización permite la fruición, el gusto, la satisfacción? O, al contrario, al operar una sustitución casi ontológica, no hay participación sino consumo.
Es el lenguaje de la experiencia (J. A. Sánchez) que decíamos antes, asentado en las obras mencionadas, –y otras también muy reveladoras que son parte de las propuestas nuevas– que constituyen el viaje del texto, la dramaturgia como escritura del pensar, la puesta en escena y el espectáculo, más allá de la palabra dicha como recurso de la ficción. Los ‘tonos’ –para no hablar de estilos y su incomodidad semántica– son diversos. Los ejes temáticos que vertebran estos espectáculos están en la estética de las emociones. Y lo que les singulariza son las respectivas formas de apropiarse de la contemplación (el espectador contemplativo y participativo) y la acción que ordenan los recursos vivenciales de una teatralización combinada entre los creadores y el público en un contexto social de violencia y precarización de la cultura, del pensamiento.
Bibliografía
José A. Sánchez: Dramaturgias de la imagen
Elías J. Palti: Una arqueología de los político / Regímenes de poder desde el siglo XVII
La última rueda / revista de la Facultad de Artes de la UCE
Ilusiones retrospectivas del teatro ecuatoriano / Las temporalidades del teatro ecuatoriano De los 70 a los 90 Tomo I Editora Genoveva Mora Toral El Apuntador 2022