ARAWA y su deuda con Guayaquil
Manolo Morales
Celeste comienza con una procesión que enarbola ataúdes hacia un sepelio doloroso, hecho que atrapa al espectador y que no le permitirá desconectarse de las historias que entrelazan la obra hasta el final. La música, el tempo, las imágenes y el color, son vitales en la trama de la obra.
Los dramatis personae de las historias son, en muchos casos, personajes con nombres y apellidos, otros más aproximados a personajes arquetípicos de la sociedad guayaquileña, e incluso algunos correspondientes a la mitología cívica urbana de esa ciudad. No se requiere entender la identidad del personaje para ubicarlo en la escala de poder. La obra cuestiona fuertemente la mafia política, los sectarismos de clases y el caudillismo local, y lo hace mediante el burlesque, ese “estilo escénico que se vale de la parodia y la exageración para ridiculizar un tema, glorificando lo socialmente inaceptable o denigrando lo socialmente dignificado”.
Las máscaras, los trajes y sus colores; los accesorios escénicos, especialmente una tina de baño donde se cuece la historia de la ciudad y se toman las decisiones que afectan al pueblo, componen un metáfora difícil de ignorar. Hay una lograda precisión coreográfica en el baile, y no por ello deja de ser comparsa. Junto a esto, la estructura metálica móvil que constituye el centro de la puesta, permite transformar de manera permanente el espacio escénico, lo que le da ritmo y movimiento a la obra.
Parecería que el grupo de teatro Arawa tiene la característica de reinventarse como un sino de su razón de ser, y lo demuestra con Celeste, la propuesta teatral que reúne muchos elementos como para no pasar desapercibida, y que fue presentada en Quito en el marco de la Fiesta Escénica de Quito (FIEQ) 2017.
Esta obra de creación colectiva estrenada en 2014 en Guayaquil, cuyos textos si bien fueron creados colectivamente llevan la marca dramatúrgica y dirección de Aníbal Páez, no obstante, muestra que la propuesta latinoamericana de la creación colectiva sigue vigente y que además continúa brindando óptimos resultados. Según el propio grupo, el germen de esta obra fue pagar una deuda con su ciudad natal, Guayaquil, es decir, el grupo se enfrentó a la necesidad de hacer algo sobre, por y para su ciudad; para ello, toma pedazos de la historia y construye una visión crítica y cuestionadora del Guayaquil profundo, lo resignifica para ir más allá de la regeneración urbana de la ciudad.
Si se tratara de señalar algún faltante, debería ser lo femenino. En las historias el rol de la mujer objeto está presente con la ‘estrellita de octubre’, pero no está la mujer libertaria.
La dirección y las actuaciones van a tono, se trata de un grupo de teatreros (actores y director), que evidencian entrenamiento y experiencia, y sin embargo por el estilo de la puesta en escena, no se puede valorar individualidades, porque todo está presentado en conjunto, como un todo, son “cinco como un puño”, evocando al Grupo de Guayaquil.
El final es estremecedor, cierran la obra entregándonos los muertos, en un acto de provocación al público. Esto hela la sangre, porque nos entregan cadáveres de hombres, mujeres y niños. No requieren una palabra hablada para decirnos que nos debemos hacer cargo de nuestros muertos, de esos que la historia olvida, o de esos que nosotros ignoramos.
La deuda está saldada, Guayaquil tiene una obra que le hace homenaje desde las historias no contadas, desde la interculturalidad crítica, desde la memoria, pero sobre todo, desde una poiesis que se hace cargo del discurso crítico.