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Basta la ausencia de una silla/Santiago Rivadeneira Aguirre

De cómo murió el teatro .Fotos Archivo El Apuntador

Basta la ausencia de una silla/Santiago Rivadeneira Aguirre

Fue un rito intenso y festivo, para celebrar la muerte simbólica del teatro. El ataúd estaba en el escenario, decorado con vistosos dibujos barrocos, signo indiscutible del advenimiento liberador. También fue una liturgia para desafiar al tiempo y a la memoria, a manera de gritos silenciosos que se compactaron en el espacio e inundaron el recinto sagrado del Teatro Nacional Sucre (el teatro puede morir y renacer en cualquier lado) hasta volverse resignación y pesadumbre. A las honras fúnebres concurrieron pocos invitados (el problema del aforo) quienes pudieron certificar, con su presencia, ese acto tan irrisorio como delirante que iba de la tragedia a la comedia o a la tragicomedia.

De cómo murió el teatro .Fotos Archivo El Apuntador

Porque el grito mudo y silencioso, igual al de la Madre Coraje ante el cadáver de su hijo, viene de una sociedad delirante, artística y poéticamente hablando, que asiste al funeral del teatro para seguir en el delirio. O para poetizar el mundo. La humanidad, desde el ensueño, ha tenido muchos ritos funerarios con los cuales celebrar otras muertes: la de Dios (Nietzsche) y la de la Tragedia (G. Steiner). En los interregnos, los seres humanos han visto la muerte y el renacimiento de la cultura como malestar, la civilización, la democracia y la política. Es decir, aquellas instancias que le dieron sentido, estabilidad e institucionalidad a la humanidad, cuando el camino hacia la libertad exigía nuevas liberaciones: del historicismo o del mito de la racionalidad absoluta, incluyendo la utopía de la revolución, como autoconciencia.

De cómo murió el teatro .Fotos Archivo El Apuntador

La muerte del teatro obligaría a entender la urgencia de algunos actos de liberación esenciales, que conciernen al propio teatro, al arte, a la cultura, al pensamiento, ligados todavía a atavismos o consintiendo aquellas “experiencias fabulizadas de la realidad”, para representar el fin de la modernidad (y de la historia) pregonada desde cierto nihilismo trasnochado. La muerte del teatro es una alegoría desde la cual entrar a una voluntad de redención o emancipación, para no “dejar de ser lo que se es”, aunque lo demás siga como está. ¿Dejar las cosas como están?

 

De cómo murió el teatro .Fotos Archivo El Apuntador

La muerte del teatro, la obra del colectivo Yama, dirigida por Carlina Derks con la participación de grupos y actores de distintos orígenes, que cerró la Fiesta Escénica organizada y producida por la Fundación Teatro Nacional Sucre y la Dirección de Cultura del Municipio, puede entenderse como una provocación que va más allá de cualquier moral del resentimiento; por ejemplo, la de matar a los personajes: “¡Ahora soy Juana, simplemente Juana. Hasta aquí llegué!” Y Juana Guarderas del Patio de Comedias, “entierra”, literalmente, a uno de los personajes representativos de la obra La Marujita se ha muerto con leucemia, que se estrenó hace 29 años. Bajo ese supuesto irónico, el de la liberación y de la redención de la realidad como acontecimiento, una ‘ontología del decidir’ estaría obligándose a los actores y actrices a liquidar a sus personajes, a los directores a renegar de las puestas en escena y así sucesivamente, solo para definir la dimensión de la inmortalidad, hasta que esos mismos personajes busquen la presencia del autor.

De cómo murió el teatro .Fotos Archivo El Apuntador

También se cuestionaron los relatos o las fábulas que el teatro mantenía intocados. La ‘disolución de facto’ del relato y de los sustratos narrativos, que anularon cualquier posible discusión teórica, descubría el núcleo argumental de una historia del teatro: la que hace referencia al teatro buscando al teatro o buscando un estatuto ético / estético o un lenguaje propios. Todas las voces, presencias y materiales que afloran en la obra La Muerte del Teatro, tienen un rol significativo, que trata de poner de relieve las formas de resistencia contra las narraciones establecidas por le hegemonía global. Entender así mismo, la fundamentación narrativa del teatro ecuatoriano, que la visión tradicional niega, que interpone a su vez otras políticas narrativas que las vimos expresamente mostradas en el trabajo del colectivo Yama. Y en los considerandos del programa de mano virtual, leemos lo siguiente: El Teatro ha fallecido entre el olvido y la virtualidad de un tiempo sin encuentro.

De cómo murió el teatro .Fotos Archivo El Apuntador

La ausencia de este personaje es el motivo para que un grupo de actores y actrices se reúnan en la clandestinidad de una sala de teatro para hacerle un último ritual de despedida.

De Como Murió el Teatro, transita de escena a escena por la memoria de nuestros muertos, los de carne y hueso y los teatrales, así como el recorrido por la experiencia de pandemia que nos enfrentó a la vulnerabilidad de perderlo todo. 

Y en cuanto a la trama, el documento agrega: El tema es sensible y de un abordaje aparentemente deprimente, pero es ahí donde entra el valor de esta construcción colectiva, de todos los artistas que se juntan desde distintos espacios escénicos al Colectivo Yama, con  sus leguajes y bagajes (y) en un proceso de 9 meses logran una puesta en escena que cambia de signo en cada segmento, fluctuando entre la tragedia y la comedia, buscando atrapar la cura en un nuevo rito a la muerte. Por lo menos encontramos un par de tientos importantes en el enunciado: el primero en relación con el tema, que podría entenderse como determinante  si hablamos de estilo o tendencia. O que el tema defina el género. Y, enseguida, la afirmación de que la puesta en escena transita ‘entre la tragedia y la comedia’.

La ética es la estética del futuro, diría el dramaturgo español José Sanchis Sinisterra, partiendo de una frase de Lenin. (El apuntador No. 39). El espectáculo La muerte del teatro, de manera clara plantea, en sus particularidades dramatúrgicas y de concepción de puesta en escena, el develamiento de la relación entre una cierta metafísica y el poder. Y, además, está la ‘experiencia del ser’ como huella ética y estética. ¿Se puede hablar, exclusivamente, de la historia (incluida la historia del teatro) desde los despojos y las “ruinas acumuladas por la historia de los vencedores a los pies del Ángel de Klee”? (Bolívar Echeverría).

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La muerte del teatro propone (es una parte de la lectura) un cierto compromiso emancipatorio que le libere de ataduras impuestas por el poder hegemónico, a través del gravamen de modos consuntivos, debilitadores y autoritarios, que crean una ficción de progreso. Porque ‘tal vez’ no basta el recuerdo resignado –o el recuento– de los avatares lo que incita al cambio, sino mostrarlos y verlos en su verdadera dimensión histórica. El Teatro sigue siendo la posibilidad de importunar, como forma de liberación, que no sea solo la de una transitoria emancipación metafísica. Para decirlo de otra manera, menos pedestre: la emancipación no puede ser una cosa en sí, solamente: tiene que surgir de un nuevo estado de conciencia de las relaciones sociales de producción que también sean espirituales.

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El teatro es el teatro, dice Pasolini: ‘No hay ninguna diferencia entre un hombre de la realidad y ese mismo hombre representado en el teatro’. Posiblemente el teatro sea, además, una necesidad fisiológica para la sobrevivencia, sin marcarle de antemano como el espacio para fraguar un ideal y diluirlo en la subjetividad de la comunidad. “Sacar al teatro del teatro”, propuso, en cambio, Patricio Vallejo, director de Contraelviento, en una charla que se realizó en la Escuela de Teatro de la Universidad Central, a propósito de los 40 años de creación del grupo manabita La Trinchera. Sacar al teatro del teatro –expresó Vallejo– es desestimar lo superfluo, lo banal, lo superficial, lo concesivo que ahora se puede ver como negación del ejercicio profesional de los teatristas. Sacar al teatro del teatro para arribar a un teatro sin los límites de la ‘estetización de la experiencia’ o de la experiencia fabulizada de la realidad que pudieran interpretarse como la verdadera descripción del mundo. El problema de la estetización del pensamiento y de la verdad, puede ser la pérdida de sentido que sería la muerte propiamente del teatro al negarle la pluralidad de visiones, la alteridad y la diferencia.

La muerte del teatro es una apuesta por un teatro más abierto. El teatro no completa nada. No lo puede hacer porque carece de tiempo, en el sentido de que se concibe como una idea siempre incompleta. Es transitorio y fugaz como todo acontecimiento, que selecciona, eso sí, los momentos del azar. Nos quedaría, después de enfrentar el duelo, salir de esa terapia oclusiva que nos deja la pandemia, y concluir que no podemos renunciar a cambiar las cosas. El duelo por lo pasado, nos situaría en una atalaya desdeñosamente indiferente para reducirnos a la simple contemplación de los escombros y las ruinas confusas e inmovilizadoras, como el espectáculo inadmisible de un sacrificio insubstancial e innecesario.

Se preguntaba George Steiner (La muerte de la tragedia): “¿Puede Berenice continuar abrumada por la pesadumbre en el desnudo escenario de Racine o tendrá que llamar para que le traigan una silla, haciendo subir así a ese escenario la contingencia y las componendas del orden prosaico del mundo?” Para que el teatro aparezca, sostiene Steiner, “no hacen falta tempestades cósmicas ni bosques peregrinos para llegar al corazón de la desolación. Basta la ausencia de una silla”.

Ficha Técnica

Obra: La muerte del teatro del Colectivo Yama

Dirección: Carlina Derks Bustamante (Perú 1986) / Actriz, creadora, Antropóloga visual y gestora cultural. Fundadora e integrante del grupo cultural Yama de Ecuador (2016) y el colectivo audiovisual El maizal (2014) de Perú, con quienes desarrolla proyectos artísticos en el ámbito de la gestión y la creación. Se formó como actriz en la Escuela de Teatro Gestual el Cronopio en Ecuador, desde los 17 años. Completó sus aprendizajes en escuelas y junto a grupos de teatro en Bélgica y Perú. Convivió junto al grupo cultural Yuyachkani de Lima Perú. Ha recorrido escenarios de Perú, Ecuador, Colombia y Chile con obras como Memorias de agua; Papakuna, agro teatro cómico musical, dirigida por Juana Guarderas y Pura Pantalla Revuelta y encierro que contó con la asesoría de Miguel Rubio. Se estrenó como directora en el unipersonal testimonial Mirando lo invisible de la actriz Paulina Sánchez.

Actuación: Carlos Michelena, Juana Guarderas, Gerson Guerra, Daniel Moreno, Paulina Sánchez, Toño Harris, Ilyari Derks, Natalia Ortiz, Adriana Camacho.

Coreografía: Rosa Amelia Poveda

Producción y asistencia de dirección: Natalia Ortiz

 Otros apoyos:

Diseño de arte: Fernando Derks

Investigación: Fernanda Cartagena

Información de la Compañía: 

El Colectivo Yama, es multidisciplinario y autogestionado que, desde el 2016, se dedica a la creación escénica, la investigación y la gestión sociocultural alrededor de las temáticas del cuerpo, el género, la resistencia y la memoria.  

Yama es un espacio itinerante que concibe el arte como un punto de encuentro y tejido entre comunidades, barrios y colectivos de distintos lugares de América Latina. El grupo considera que el trabajo colaborativo es lo que permite abrir caminos hacia la consolidación de un arte comprometido con las realidades y los procesos comunitarios de nuestros pueblos.  

El teatro tiene que ser más real que la vida misma: Agustín Núñez

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