Sin Barney, sin Mickye, sin el Chavo… Genoveva Mora Toral
Cuando escucho a Pablo Roldán verbalizar acerca de el título de su estreno Cómo construir un invierno sin barney, ni mickey, sin el chavo del 8,resuena en mi memoria aquello de “a la mierda los pastores…”, refrán que sintoniza con el ‘mood’ de la propuesta. Se trata pues, de poner en escena, mediante la ironía y el cuestionamiento, un discurso que atraviesa por el cuerpo y coloca en debate una serie de símbolos imperantes en nuestra modernidad, mismos que los hemos asimilado sin mayor cuestionamiento, gracias a un engranaje de poder comunicacional instrumentalizado en el mundo occidental, principalmente.
Barney, el Chavo y Mickey son un gran pretexto para cuestionar, no solamente a la danza, sino al espectadxr acerca de todo este material instalado en nuestro imaginario, porque quién no se divirtió en algún momento con Mickey, el famoso ratón, que hoy habita un imperio al que muchos sueñan llegar, aunque sea una vez en su vida, para mostrar a sus hijos este portento moderno, capaz de, como señalaba Benjamin, construir una vida repleta de prodigios, donde “Naturaleza y tecnología, primitivismo y confort se han fundido en una sola cosa”, en realidad este símbolo de Mickey es el del hombre americano feliz y capaz de conseguir todo, pero también, como Eisenstein señalara, “…las películas de Mickey pueden ser leídas como un presagio al rechazo del control mecanicista, el mismo que plasmó Chaplin en Tiempos modernos (1936)”.
Esta propuesta de danza es a su vez, un pretexto para preguntarle a la danza (a nuestra danza), símbolo también de una modernidad, si ha logrado transponer todo ese tejido de códigos que a lo largo de tanto tiempo la han regido. Teniendo en cuenta que, precisamente en el siglo XX, después de la Primera Guerra, Mary Wigman (sin ser la única, pero tomándola como el referente más fuerte) transformó la danza, al entender que más que una destreza formal se trataba de una expresión interior del bailarín, que contenía una gestualidad potente, quietud, improvisación, uso de máscaras; proponía además una nueva concepción del espacio y de la música (misma que no era imprescindible). Impulso que, llegó también a este territorio, aunque lo hizo de modo más intenso la danza moderna mexicana, a finales de los setenta, un género marcado profundamente con el paradigma moderno.
De ese tiempo acá se ha caminado largo, y algunas propuestas contemporáneas, como las de Ortiz, Donoso, Correa, Alcolea, principalmente, la danza, si bien hoy la calificamos de contemporánea, el nombre responde en su mayoría de veces (aquí y en el mundo) a aspecto temporal, porque la danza, principalmente institucional, o de grandes compañías y, también la autónoma, está regida por códigos modernos y responde, en muchos casos, a un tema de mercado (en este ámbito llámese gusto del público).
No obstante, creo que cada día hay más pensamiento a partir del oficio de la danza, coreógrafxs y bailarinxes se plantean serios cuestionamientos acerca del lenguaje dancístico. Y, principalmente, asumen la danza como escritura, o, como interpretación de un discurso con matices diferentes, a veces desapegado de la representación, que me parece que es, precisamente, la pretensión de el trabajo de Cristian Albuja, Zully Guamán, Marcelo Guaygua y Christian Masabanda, bajo la dirección de Roldán.
Partiendo de que es imposible huir de los símbolos, de los referentes de nuestro tiempo, porque son parte constitutiva de nuestra identidad, sí es factible ser críticos en cuanto a la construcción de nuestras subjetividades. La decisión de este director es, justamente, poner en tensión, en riesgo todas las seguridades de las que (en este caso) un bailarxn institucional se ha armado.
Curiosamente simbólico resulta ver a Christian Masabanda vestido con tutú, luchando por despojarse de un gesto impregnado en cada uno de sus movimientos, de hecho, lo consigue parcialmente, su figura se vuelve el ejemplo claro de una tensión entre disciplina y espontaneidad. Su cuerpo se empeña de deshacer un discurso mientras su razón impone un ‘orden’, que incluso se convierte en angustia que contagia a quienes lo seguimos con atención.
Reveladora constituye la imagen de Cristian Albuja, quien asume la premisa dada y va hacia un encuentro con ese sí lacaniano del que habla Roldán, se despoja de toda su máscara de bailarín y se presenta en escena, se atreve al ridículo con su mochila de perro, se transforma (no representa) como Homero, goza de su desfachatez y consigue ser un personaje por sí mismo.
Otro tanto sucede con Zully Guamán, que toma, de igual forma, la decisión de estar en escena, como ella, con nombre y apellido, a momentos como espectadora de cuanto sucede en el escenario, en una especie de juego entre presentarse y representarse. Marcelo Guaygua también se lanza al ruedo, también pone el cuerpo y es uno de los personajes potentes de este paraíso terrenal donde, en un momento dado, la naranja es la fruta que incita al erotismo; una bomba de fumigación la absurda herramienta que (me) recuerda la sensual y políticamente correcta escena ochentera deFlashdance,que en esta situación desemboca en un estado de acoso a la bailarina, en una serie de acciones que decantan en el abandono de cada uno, mientras la gran pantalla del fondo proyecta de forma acelerada la imagen de una superficie rugosa, que ratos parecen olas, o rocas… o quién sabe qué, para terminar la escena con un gran anuncio en color rosa que dice “nunca nos gustó el recuerdo”.
Cómo construir un invierno…es una llamada a esa danza que, como el dolor siempre encubierto del Chavo, se ha ido encasillando en ciertos modos de hablar al público.
Pero, sobre todo, es una decisión de estos intérpretes de no interpretar, se trata más bien de exponerse, de ensayar una nueva estadía en un espacio que está compuesto de imagen y sonido que, por cierto, mantienen una especie de paralelismo en la escena y, solo, momentáneamente, cuando acontece el acoso al bailarín con la cámara, el símbolo se agranda de tal modo que esa imagen pareciera llevar en sí el panóptico: vigilar, corregir y castigar”. Mas, en general, ni el video ni la música están para acompañar, ni para marcar un ritmo, sí un tono, una tonalidad a esta pieza que se desliza fácilmente a lo caótico, a la desestructura como una herramienta para sostener la atención del espectador, reconociendo que es la presencia de los bailarines lo predominante en cuanto a posicionarse como sujetos de un discurso en el que cada quien tiene su punto de vista, en donde sus acciones no responden a, sino que se corresponden consigo mismos.
Ficha técnica.
Dirección. Pablo Roldán.
Intérpretes /performer / creadores/bailarines. Cristian Albuja, Marcelo Javier Guaigua, Zully Guaman, Christian Omar Masabanda.
Obra de la Compañía Nacional de danza.
Dirección Compañía. Josie Cáceres.
Registro fotográfico. Silvia Echevarria.
Visuales: Diego Arteaga
Asistencia. Juan Benítez