LOS LIBROS DE TEATRO ¡BAJA Y DEMUESTRA QUE EXISTES![i] Diego Carrasco E. Universidad de Cuenca (Cuenca, Ecuador)
(Texto tomado del prólogo del libro Textos escritos para el teatro Patricio Vallejo Aristizábal CAMINANDO sobre arenas movedizas Obra reunida Volumen III 2006 / 2021 Viajeros del sentido en lo barroco / Ediciones Contraelviento 2024)
Hacer teatro en el Ecuador es una quimera, una utopía y casi casi, una torpeza, solo comprensible por el amor insoslayable de los creadores por su arte. Y, siempre, la única y mejor manera de mostrar que el teatro existe es porfiar haciendo teatro, escribiendo teatro, actuando, diseñando, discutiendo la escena, demostrando que existimos.
Decía García Lorca, en su famosa Conferencia sobre el Teatro:
“Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo; como el teatro que no recoge el latido social, el latido, histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de su espíritu, con risa o con lágrimas, no tiene derecho a llamarse teatro, sino sala de juego o sitio para hacer esa horrible cosa que se llama “matar el tiempo”. (Lorca, 2022)
Y es inevitable pensar que nuestro país, esta diminuta parcela de tierra, está moribunda, tal vez muerta mismo, si nos atenemos al apoyo que acá se da al teatro. Federico, en aquellos tumultuosos años de la Guerra Civil española, en los que fue asesinado, explicaba que
“Yo oigo todos los días, queridos amigos, hablar de la crisis del teatro, y siempre pienso que el mal no está delante de nuestros ojos, sino en lo más oscuro de su esencia. Mientras que actores y autores estén en manos de empresas absolutamente comerciales, libres y sin control literario ni estatal de ninguna especie, empresas ayunas de todo criterio y sin garantía de ninguna clase, actores, autores y el teatro entero se hundirá cada día más, sin salvación posible”. (Ídem)
Solo que ahora esa crisis del teatro, de la que seguimos hablando casi 90 años después del fusilamiento de García Lorca en su Granada natal, ha adoptado la forma de una diatriba -tampoco nueva- entre la presentación y la representación, promoviendo la aparición directa de la realidad en escena (como si esto fuese posible y lo que llamamos realidad no sea más que un conjunto de interpretaciones y representaciones) o denostando al personaje teatral, en favor de la expresión del actor en escena, devenido actante o ejecutante, posible tal vez en la danza donde el estatuto de la ficción es más endeble e inasible, imposible en la siempre ficcional realidad del teatro.
En otras palabras, las ideas que expone Federico García Lorca en su conferencia -dictada en 1935 en Granada durante la inauguración de una casa de cultura- en nada han cambiado: seguimos viviendo el teatro en condiciones precarias, al menos en nuestro eternamente moribundo país, y seguimos hablando de la crisis del teatro, y lo peor, no desde fuera del teatro, sino desde las entrañas mismas de los creadores escénicos. No en vano John Steinbeck afirmaba que “el teatro es la única institución del mundo que lleva cuatro mil años muriendo y nunca ha sucumbido. Se requiere gente dura y devota para mantenerlo vivo”. Lo único que no dijo el gran escritor estadounidense es que esta agonía perpetua del teatro, parece que es alentada y exigida casi, por los propios creadores escénicos que atacan su arte, sospecho a veces que por no saber cómo enfrentar con solvencia la creación teatral, o, más recientemente, por un amplio conjunto de teóricos e investigadores de las tablas que no hacen teatro y buscan solo sus costuras.
Dicho esto, parece que la crisis es sino permanente del teatro -es más deberíamos pensar si no es esa sensación de trance final permanente la que nos compele a buscar el escenario para entregar una creación al espectador- y también parece constante que el teatro subsiste y subsistirá por el empuje incontenible de los teatristas que se niegan a dejar que el cadáver siga muriendo, por parafrasear a Silvio.
Cierto es que las constantes diatribas hacia el teatro, lo que han provocado es llevar sus contornos a los límites máximos permitidos, generando constantes innovaciones y cambios, como no es menos cierto, que la mayoría de teatristas independientes, entendemos nuestra labor como un acto permanente de resistencia, no solo al sistema brutal que nos abruma, donde la creatividad es anulada y preterida, sino también -hecho no menor- resistir a los avatares de la propia cultura contemporánea, digitalizada, efímera y veloz, donde el teatro no tiene cabida.
Eugenio Barba, en una entrevista inédita que le hiciera en La Habana en el 2018, decía que: “aunque parece un lugar común, toda forma de teatro es en esencia política, no por los temas que trate sino porque implica ir a contramano de toda la cultura dominante que tiene a lo virtual como su soporte” (Barba, Eugenio, comunicación personal, La Habana, noviembre de 20018). Es decir, hacer teatro es en esencia un hecho político y contestatario, porque propone una forma de vínculo entre creador y espectador, que de forma natural escapa a la inmediatez y vaciedad de significantes lanzados con inusitada velocidad, y que chocan incesantemente en las superficies de la cultura, a través de medios virtuales, impidiendo toda profundidad, como ya describiera Deleuze hablando de la sociedad actual y el sentido de las cosas (Deleuze, 1989). El filósofo francés, ahora está de moda entre algunos creadores escénicos como sustento de una supuesta concepción teatral centrada en los afectos, cuando apenas escribió muy pocas líneas sobre el teatro[ii] , arte que admite aborrecer: “yo no voy al teatro porque el teatro dura demasiado tiempo, está demasiado disciplinado y tengo la impresión de que no es ya un arte que pueda volcarse sobre nuestra época”[iii] (Boutang, 1996), escasa reflexión y sesgado pensamiento sobre el teatro, como para construir un pensamiento sobre la escena.
El grupo teatral Contraelviento Teatro, deviene ejemplo paradigmático de algunos de los asertos que hemos expuesto antes: son un colectivo escénico que resiste todo embate, teatral, político, social, con un estoicismo que raya en la locura; encarnan con lucidez la crisis permanente del teatro y a la vez, asumen su labor como un acto inextricablemente político ante una sociedad que prefiere la virtualidad antes que el convivio, ese acto y tiempo descrito por Jorge Dubatti, como el encuentro de espectadores y actores en un mismo tiempo y espacio, sin lo cual el teatro no existe.
¿Qué aporta el teatro a la vida actual? En primer lugar, el silencio, el silencio del movimiento y los cuerpos activos, ante la ensordecedora avalancha de memes, gifs, reels y teasers que nada dicen ni perduran. Luego, como diría Carlos Celdrán, nos ofrece una pausa ante una vida, una cultura, digital e inconmensurable, inabarcable y por tanto inane. Y Contraelviento bien lo sabe porque bien lo vive. Y de esto, como de tantas otras cosas, sabe y mucho el director del grupo que señalamos, autor de las obras que nos ocupan hoy, Patricio Vallejo Aristizábal, sin duda uno de los directores teatrales más reconocidos y prolíficos del país.
Contraelviento, el teatro de grupo, los teatristas y la dramaturgia
No es casual que la extensa y lúcida labor de Vallejo Aristizábal como creador, abarque también la dramaturgia, siendo este el tercer tomo de obras escritas por este director escénico nacido en Quito en 1964. Su labor como compositor de obras teatrales ha sido producto del teatro de grupos entendido como
“un reclamo al detenimiento en el estudio de sus condiciones del medio social y cultural; (…) elaboraron un conjunto de técnicas propias de investigación y escenificación (…) que permiten entender, a las generaciones posteriores, cómo un grupo de personas (y no sólo una Idea, un Programa, una Política o un Método), lograron crear un área de resistencia y creación, una Utopía o un Lugar (…) para sus experimentos” (Carrió Ibietatorremendía, 2004, pág. 5).
Los Grupos de Teatro además constituyen espacios de resistencia ante un Estado fracasado y también de resistencia conceptual y estética ante la inevitable globalización posmoderna. Se da lo que Patricio Vallejo Aristizábal denomina como “el traslado definitivo del centro del teatro hacia el arte del actor” (Vallejo Aristizábal, 2011, pág. 259) y el desarrollo de propuestas de director sin los cuales ese proceso hubiese sido imposible. Los grupos constituyen un relato paralelo de la emergencia de los movimientos sociales, que en el caso de la cultura implica el nacimiento y consolidación de ámbitos autónomos del arte, con frecuencia a contramano del Estado.
En el centro de esta actividad dramatúrgica de Contraelviento están las personas, el cuerpo y vida propio de los actores y su director, inmersos en la construcción de sus relatos, imágenes y sistemas de signalización, que responden a las necesidades del grupo, es decir, una dramaturgia que surge de una práctica escénica, ya no de un ejercicio literario, como veremos, pues cuando menos cuatro de los textos de este volumen: Al final de la noches otra vez (2006); La flor de la Chukirawa (2007); La canción del sicomoro (2016) y Estruendo: ceremonia para enjuiciar al espíritu del tiempo (2021), son trabajos que nacen de las exigencias escénicas del grupo, de la necesidad de responder a momentos de la memoria colectiva del país, por tanto son textos que fueron probados en escena y luego escritos de manera definitiva, originados en las tablas, no en la literatura, no en vano el subtítulo que el propio Patricio Vallejo Aristizábal pone a este libro: “Textos escritos para el escenario”. La otra obra que compone este libro es un ejercicio que, aunque no ha sido estrenado, también se ha pensado para ser escenificado más que leído.
En esa perspectiva, el presente libro, la dramaturgia que encierra, devendría también en una suerte de sistematización, de registro, de la labor del grupo, no solo un compendio de obras escritas en diferentes tiempos. Así, los cuatro textos estrenados, podrían también entenderse como una profunda transformación escritural del teatro: muchas de las didascalias que incluye Vallejo Aristizábal, son en realidad más que acotaciones, más que indicaciones de acción, tiempo, luz, sonido, una descripción de las partituras escénicas que aparecieron en el montaje, idea que desarrollaremos más adelante.
No podemos, para ser coherentes con la propuesta de Contraelviento y su director, dejar de mencionar que la labor del grupo y estas obras, están también marcadas por el comportamiento barroco del actor y de la escena, que el grupo ha incorporado como un eje de su propuesta. Entonces, como lo expone en la introducción a este mismo libro, Vallejo Aristizábal tiene claro que lo barroco para Contraelviento, no es una estética, no es el abigarramiento de formas o la proliferación de significantes, sino que se manifiesta en el desarrollo de las tramas de las obras que organizan diferentes lenguajes -muchos no específicamente escénicos como la luz, la escenografía o el uso del espacio- generando una trama mucho más compleja y rica que una mera sucesión de acciones, pero sobre todo por el sentido de crisis permanente que prefigura el comportamiento barroco, descubriendo las permanentes tensiones y ambigüedades presentes en la vida como en el arte, en un proceso interminable de transformación, de transfiguración inclusive, que se evidencian en esa particular manera de implementar el arte del actor que tiene Contraelviento de la mano de Vallejo Aristizábal, pero también apelando a metodologías que bien podrían originarse en la creación colectiva, tan cara para el teatro latinoamericano.
Las obras
La idea, ya expuesta, de que las obras estrenadas con Contraelviento (Al final de la noche otra vez, La flor de la Chukirawa, La canción del sicomoro y Estruendo: ceremonia para enjuiciar al espíritu del tiempo) son textos nacidos y que encuentran su expresión total en la puesta en escena, mientras que la obra restante (Las señales del cielo) es una creación más en el sentido tradicional de una dramaturgia, esta división no es solamente una forma de indexar las obras, sino que tiene consecuencias en la escritura misma de los textos. Veamos.
Como también se anticipó, habiendo visto además los montajes de La flor de la Chukirawa y de La canción del sicomoro, los textos de estas obras, en sus acotaciones, pueden ser una descripción más o menos detallada de las partituras escénicas que se generaron en el montaje. Sin llegar al extremo de Los días felices de Samuel Becket, donde la obra está sustentada ante todo en el texto externo (didascalias) y no en el texto interno (diálogos o acción), las obras de Patricio hacen un lúcido intento de combinar ambos textos en una propuesta equilibrada, que dé cuenta de las acciones cometidas en el montaje, como de los dichos de los personajes.
Tampoco es la propuesta de Antonin Artaud que escribió sus conocidas pantomimas, donde lo que hay es una mezcla de descripción de acciones y sugerencias de significados o situaciones.
Son, como exponemos, obras que intentan combinar la labor de construcción literaria, con el trabajo de la puesta en escena, para mostrar en un único texto, estos dos niveles de la creación escénica, provocando un resultado que es tan interesante como provocador, y que, a diferencia de una acotación convencional, no pretende indicar, señalar u orientar la puesta en escena, sino que son resultado y registro de esa puesta en escena, en un esfuerzo poco frecuente dentro del teatro ecuatoriano, es decir combinan dramaturgia y dramaturgismo en un solo tejido (textus). Y desde esta perspectiva, estas obras responden a un cambio sustancial que se opera en la dramaturgia ecuatoriana desde los años 70 hasta hoy: se escriben y crean obras de teatro desde los grupos, desde la experiencia escénica, ya no como un desafío meramente literario.
Si revisamos los extensos seis tomos que Ricardo Descalzi escribió sobre el teatro ecuatoriano (Descalzi, 1968) podemos constatar que, cuando menos los cuatro primeros tomos son detalladas compilaciones de la producción de textos escénicos en el país (en algunos casos incluso transcribe fragmentos de las obras) y que poco o nada dicen sobre las puestas en escena, las formas de trabajar, la producción y circulación de esas obras y las compañías existentes. Se limita, cuando cabe, a mencionar si estas obras fueron estrenadas o no. Es decir, el enfoque que prioriza Descalzi es el de asumir al teatro desde una perspectiva literaria antes que performativa. Muchos escritores, para ese entonces, consideraban como su gran desafío literario el escribir teatro, aunque nunca tuviesen una verdadera cercanía con las tablas.
Con ello no queremos decir que antes de los 70 no existiesen importantes figuras de las tablas, que también escribieran sus textos dramáticos. El caso de Francisco (Paco) Tobar o del mismo Jorge Icaza, son una muestra, pero escasa de ello.
La obra dramática de Vallejo Aristizábal, entonces, se enmarca en este cambio de paradigma escénico que se produce en el país desde los años 70: son los teatristas, directores o actores los que escriben sus obras en función de las demandas y necesidades de sus grupos, colectivos o compañías, aunque hay dramaturgos netos que se enlazan al trabajo de ciertos grupos y en función de ellos no de la literatura dramática.
La otra obra es un trabajo que nos remite a una construcción escritural que anida la puesta en escena. Es cierto, como ya dijo Ubersfeld hace muchos años al hablar del paso del texto a la puesta en escena, que un texto dramático es una suerte de sábana, un cuerpo completo en sus límites, pero plagado de agujeros en su interior, que solo pueden ser llenados por la puesta en escena. En este caso, el lúcido y rico esfuerzo de escritura que Patricio nos propone en la anteúltima obra final de este tomo, elimina la distancia que puede haber entre director y dramaturgo, y entre sus creaciones, es decir, se elimina la distancia entre la puesta en escena (labor del director) y el texto escrito (labor del dramaturgo) pues es evidente que los textos tienen una clara y honda comprensión del tiempo escénico, con el cual juega a placer, como del espacio, la exigencia actoral, el camino de construir personajes sólidos y ricos lo cual facilita la labor escénica del actor.
Detengámonos en cada texto.
Al final de la noche otra vez
José Antonio Sánchez y Esther Belvis, españoles filólogos y estudiosos de la escena, dedicaron un libro entero a exponer una idea clara: NO HAY MÁS POESÍA QUE LA ACCIÓN (José Antonio Sánchez y Esther Belvis, 2017) y de hecho es ese el título del libro. Belvis y Sánchez proponen que en el teatro la capacidad poética, esto es, la posibilidad creativa, evocativa, la capacidad de manifestar la belleza o el sentimiento estético (como define la RAE a la poesía) en el teatro, no está en la palabra sino en la acción. Y Vallejo Aristizábal lo comprende cabalmente en todos sus textos, pero en este de manera particular.
Al final de la noche otra vez es un texto altamente poético, en su literalidad, pero ante todo en las acciones, en la puesta en escena que propone, a través de diferentes mecanismos que intentaremos elucidar.
Los personajes de la obra, sobre todo EVA y los ANTEPASADOS DE DIOS, están muy bien construidos. EVA posee una estructura definida, clara: una mujer, casi adolescente en realidad, ácrata, desafiante, anárquica, que, según las necesidades de la escena, muta hacia varios alter ego que desnudan, en algunos casos su verdadera esencia, su inconsciente o su VIDA, transfigurada en otro que le interpela desde sí misma. Podría decirse que es un solo personaje poli vocal, que asume diversas voces y se mira a sí mismo y a los demás, con acidez, con ternura a ratos, con lucidez siempre. EVA – LA VIDA es la voz que dice “lo que nadie quiere oír”; es la sinrazón y la sensatez, de ahí su poeticidad descarnada.
Por otro lado, LOS ANTEPASADOS DE DIOS, solo por su nombre nos ubican en una realidad fuera de la convención ¿es que Dios, omnipotente y origen, fuente y creación tuvo antepasados? ¿Son el inconsciente colectivo de quien no tiene principio ni fin? ¿Son la memoria de un universo y una existencia que ni siquiera sabemos que hubo?
Escénicamente devienen símil de un coro griego: comentan la acción con acritud a veces, pero también son una suerte de atalaya, que, sin intervenir en los hechos escénicos, los meran, los doman para el espectador y para la realidad misma que la obra propone. Recuerdan, en su función desnudadora e iconoclasta, a los HOMBRES DE NEGRO de El Público, de don Federico a quien cité al inicio. Con sus cometarios propician la acción sin ser parte de ella.
Los otros personajes EL HOMBRE QUE TOCA EL TAMBOR, LA CURANDERA y EL ÁNGEL DEL CEMENTERIO se constituyen en antagonistas y a la vez compañeros de EVA, dependiendo del momento y sin duda son parte del imaginario colectivo del pueblo expoliado que Patricio nos convoca a mirar, con las consecuencias de ese saqueo y de la migración infame y masiva que provocó. La mujer que cura puede estar en cualquier esquina pedregosa de las calles de Quito, el ángel ha salido del cementerio de San Diego, mientras suena la cantinela del tambor que acompasa la locura colectiva.
La acción y la sucesión de escenas de la obra es fragmentada como la vida y la cultura actuales. Constituida de relatos y escenas que bien pueden ser cuadros en cuanto rompen la sucesión lineal del tiempo aristotélico, pero, sobre todo, porque son narraciones completas en sí mismo, que asumen la ruptura de la causalidad del teatro del absurdo, como tampoco requieren que una acción engendre a la otra pues son suficientes en sí mismo. De hecho, cada escena o cuadro, bien podría convertirse en una pieza de rompecabezas que cada noche proponga una nueva sucesión sintagmática y por tanto devendría infinita en su capacidad de asociación y significación.
Hablamos de acciones crudas a momentos, pero como ya indicamos poéticas, la poesía de la luz azul del amanecer de copas, la poesía del vapor de los albañales, la poesía de la muerte deseada y construida, cínica o tierna.
Tiene un conflicto claro y brutal: EVA contra la ciudad y el sistema. Difícil decir más ante esto. EVA no es drogadicta, se droga para enrostrar al mundo su soledad. EVA no es prostituta, se prostituye para desafiar a un sistema que le quiere primera, original y virgen. EVA no es abortista, aborta porque es imposible, inviable la maternidad en esta ciudad, en este pueblo, en este país. Bajo estas premisas, resulta una obra de un realismo casi abyecto.
Esta lógica poética, que retrata a la vez la miseria contemporánea, se acrecienta por el ritmo marcado. Un ritmo alternado de tensiones y relajamientos. Un ritmo acotado de frases breves y poéticas como en las intervenciones de la curandera o en las canciones que aparecen cada tanto. Un ritmo que puede hasta ser trepidante en algunas de las confrontaciones que vemos. La escena final, sin embargo, me exige más morosidad, que seguramente estuvo en la puesta en escena, pero dentro del texto nos deja con antojos de más, de cerrar más profundamente los enormes conflictos y conflagraciones internas que evidencia por medio de la falta de ontología, de causalidad y teleología de la escena absurda a la cual tributa.
Es necesario anotar que en el texto se mezclan, en su mayoría, formas de lenguaje universal, con elementos del habla coloquial, de una revalorización de lengua del habitante común de Quito, que salpican a momentos todo el texto, sin ser dominantes ni volverle al trabajo una pieza costumbrista o algo similar. No. Adivino que esa necesidad de Vallejo Aristizábal por introducir estos textos responde, otra vez, a una necesidad esencialmente escénica: distanciar brechtianamente al espectador de lo que sucede en las tablas, tomando a esos coloquialismos como el gestus social que introduce el distanciamiento del que hablamos.
Es, para concluir, una obra desgarradora y actual. ¿Es que acaso no vivimos un sinsentido en la política, las relaciones, las redes sociales? ¿Es que acaso no somos el producto abortado de innumerables desarraigos, fugas y migraciones del alma?
La Flor de la Chukirawa
En 1993, la llamada Tragedia de La Josefina, en las afueras de Cuenca, desnudó varias realidades brutales, pero recuerdo que hubo una historia particular que nos conmovió a todos. Para nadie en el país es desconocido que las provincias vecinas de Cañar y Azuay, son la fuente principal de migrantes ecuatorianos al exterior, provocando incontables e insospechadas consecuencias en la vida de sus habitantes, imposibles de resumir en este texto. Una de aquellas historias que quedó grabada en la mente de los habitantes del centro sur, fue una relacionada con una ancianita que vivía sola, a la vera de la vía entre Azogues y Cuenca, rompiendo roca para hacer cascajo, en una antigua pedrería de su humilde familia cuyos miembros, todos excepto ella, habían migrado a otros países.
Y cuando he leído y visto la obra, no he podido dejar de recordar a esa mujer anciana, abandonada, sin familia, sin apoyo de nadie, que cada día picaba la piedra, como un Sísifo contemporáneo, tal vez sin razón ni sentido, solo por la necesidad de crear algo de cascajo que le permita vivir, si a eso le podemos llamar vida. Desgarradora historia. Tal vez, en símil, la historia del Ecuador devenido en una temprana anciana, depauperada, íngrima y sin futuro, que nadie quiere ver y a quien nadie quiere ayudar, no en vano, la idea de ser un Estado fallido – que no un pueblo fallido – nos ronda desde los años noventa hasta hoy.
Y, para seguir el hilo de lo antes expuesto, también en esta obra se acude a elementos brechtianos en el trabajo, específicamente en la forma que adquieren los diálogos entre la anciana y la reportera (llamados Madre y Ángel Mensajero en el texto) La forma de este diálogo es muy interesante: la Madre explica desde su aparente simplicidad, narra desde ahí, el Ángel Mensajero en cambio apenas si le escucha, y ese es en este caso el gestus que nos distancia de la escena. El Ángel de la Memoria, la reportera de televisión, elabora su discurso sus frases, sin que necesariamente tengan que ver con lo que dice la anciana, esto distancia al espectador por el contraste de ambos personajes: una sencilla y rota, hablando desde su simpleza de lo que vive, la otra, cámara de por medio, hablando al hipotético espectador televisivo, guardando siempre las formas y los clichés, apropiándose de una realidad que ni conoce ni entiende para “denunciarla” y tener con ello su cuarto de hora de fama, o para hablar de su vida misma y sus angustias pues en realidad poco o nada le importa la vida de la viejecita a la cual entrevista:
ÁNGEL MENSAJERO. (Al borde del llanto) Me parece que mi padre fue algo duro con mi hermano, pero creo que fue lo correcto. Ahora es un hombre de bien. (Se recompone) La tarea es poner todo en orden. ¿Entiende? En orden. MADRE. Lo oye (Pausa). Es el viento que se abrasa con las pajas del páramo. Ahí entre pajas crece la flor de la Chukirawa.
Como se adivina por estos breves textos, los personajes son claros, bien construidos. Unos son crudamente reales, como la Madre; otros irreales o parte de la imaginación o de un tiempo y un espacio de ficción y solo posibles en ese espacio de ficción, como el Ángel Mensajero o el Ángel del Hijo Muerto, teniendo claro que varios de los personajes mutan de uno a otro, por necesidad dramática pero también seguramente, para adaptarlos a las necesidades que el grupo tiene. Es inevitable señalar, cuando hablamos de los personajes, de su ejecución, es decir, cómo han sido concebidos, ejecutados y vividos por los actores en la puesta en escena. Y, desde esta perspectiva, el trabajo de Verónica Falconí encarnando a la Madre, es exquisito, de una delicadeza poco común en nuestro teatro. Heroína, si cabe la acepción, llena de matices que demuestran un estudio profundo del personaje; una actuación tierna, dolorosa a la vez. No solo muestra a esa madre sola, abandonada y pesarosa, sino a un ser vital, que encuentra alma en sí mismo y en las piedras, pese a todo, una mujer incluso llena de conciencia política, de ironía cuando hace falta, como de dolor y llanto. La actuación de Verónica en esta obra, es por sí sola, la encarnación de ese ethos barroco que sustenta la enorme labor del grupo, como es en sí mismo una obra de arte que bien podría tener vida autónoma de la obra y del texto. Cada gesto, cada palabra, cada desplazamiento de la Madre ha sido, es evidente, estudiado, construido exprofeso, bordado como una filigrana delicada de detalles y es que, eso es para nosotros actuar, una sucesión de capas que construyen un preciso y complejo bordado de expresiones del actor, que tiene que ser largamente macerado, ensolerado en los ensayos, para beberlo de un solo sorbo en esta soberbia actuación de Falconí. Y para no ser injustos, todos los miembros actorales del grupo, suelen mostrar niveles sólidos y consistentes.
Como antes señalamos, en esta obra también las acotaciones podrían leerse como descripciones o sugerencias de las partituras escénicas que se compusieron durante los ensayos de la puesta en escena, aunque algunas de esas acotaciones puedan sonar crípticas o abstractas: “Imagina a su hijo expiando culpas en su purgatorio. El Ángel del Hijo Muerto lucha indeciso por abandonar lo que le tocó, busca, no encuentra, huye, corre asustado”. ¿Cómo se expían las culpas en nuestros particulares purgatorios? ¿Acaso podemos huir de lo “que nos tocó”? Sin duda son expresiones sugerentes, que buscan motivar la acción, la improvisación y fijación de partituras, más que describir acciones que muevan la progresión dramática.
Es reseñable, como en las otras obras, las constantes referencias sonoras que los textos hacen, no solo en cuanto a instrumentos que puedan aparecer en escena, sino porque incluyen canciones –expuestas como poemas en el texto– que devienen otro nivel de creación que asume el grupo. Barthes define a la teatralidad como “un espesor de signos” (Barthes, 1964 - 1977), es decir, capas y capas de signos que se superponen en el montaje para generar el sentido final de la expresión escénica. Quienes son parte del grupo tocan instrumentos, lo cual no es un dato menor, pues asumen la sonoridad de la obra como un proceso natural de la actuación. Y como todo, en el trabajo de Contraelviento, este trabajo urdido desde las canciones en el texto, es un elemento más de la precisión, de la investigación, de la solidez de sus esfuerzos.
Estas obras, como va siendo evidente, son obras de teatro de grupo, esto es que son parte de un intenso diálogo del grupo con su entorno, no solo porque remiten a personajes o situaciones que podemos hallar en cualquier esquina de una ciudad de este pedazo de tierra que llamamos país, sino porque son una forma de resistencia y de memoria, sin caer nunca en el panfleto, el cliché costumbrista. Son la memoria profunda, sentida y sensible, de un grupo que no mira a otro lado ante la realidad, sino que la asume como fuente de su labor, de sus historias, incluso de su labor técnica.
Vallejo Aristizábal, en numerosas ocasiones, ha expuesto que el trabajo de su grupo pretende ser un compendio de expresiones culturales de diversos pueblos, engarzadas en una sola propuesta escénica que les de coherencia, un trabajo transcultural. Pero, es evidente la presencia de la teatralidad andina en su ardua artesanía de las tablas, en la “puesta en vida” como dice el texto, de sus construcciones ficcionales. Teatralidad andina que se nota en los cuerpos investigados para construir los personajes, en las sonoridades, en el vestuario, en las formas del habla, en la distribución del espacio inclusive, en torno al perpetuo fuego que estructura la vida diaria en una casa de las montañas, pero en un devenir artístico que supera lo documental, lo indigenista tan propio del arte ecuatoriano hasta los años 80 del siglo veinte, más allá de la absurda apropiación cultural que tanto pulula aún en el mundo de la escena cuando se trabaja sobre las culturas originarias o el folklore de la danza, para convertir a ese pueblo y sus teatralidades en sujetos estéticos, que detentan sus propios significados, sus propias convenciones, sus valores y sus imaginarios.
Y, aunque ya lo dice Patricio en su propia introducción a este volumen, La flor de la Chukirawa es la obra y espectáculo más emblemático del grupo en los pasados años. Obra que interpela, que acusa, que desgarra la escena y a quien la especta por ser una metáfora inevitable de esta patria abandonada, cuya vida cada vez es más inane, como picar piedras eternamente, esperando saber si alguno de tantos que se fueron, vendrá algún rato a rescatarnos, aunque conocemos con certeza que todos murieron.
La canción del sicomoro
Hay diferentes tipos de árboles a los cuales, en distintos países, se les llama sicomoros. El sicomoro es una planta morácea, un tipo de higuera, aunque en esta obra es un sauce. Prefiero seguir pensándolo como la higuera, profusamente mencionada en la Biblia católica en diferentes partes, pero en una en particular, Jesús convierte a una higuera estéril en metáfora, analogía de un pueblo que no da frutos, o aún más, que rechaza a sus frutos como se puede ver en Marcos 11 - 12:
Al día siguiente, cuando salieron de Betania, tuvo hambre. Y viendo de lejos una higuera que tenía hojas, fue a ver si tal vez hallaba en ella algo; pero cuando llegó a ella, nada halló sino hojas, pues no era tiempo de higos. Entonces Jesús dijo a la higuera: Nunca jamás coma nadie fruto de ti. Y lo oyeron sus discípulos. (Biblia - Reina Valera, 1960).
Más allá de la analogía que el sicomoro sería de este país, el árbol tiene también un sentido sagrado en otras culturas. Para los egipcios es la morada de deidades femeninas, la diosa Hathor, por ejemplo, esposa del dios Horus, es una de las diosas primigenias de las cuales derivaron o nacieron los demás dioses. Árbol sagrado de los egipcios, que da sombra, agua y comida aquí y en el más allá. Nos resulta claro que Vallejo Aristizábal conoce, más allá del sonoro nombre del árbol, estos significados ancestrales del árbol. No en vano, en esta obra, la acción se desarrolla al pie de un sicomoro, árbol femenino, a donde va Desdémona, personaje central, a lamentar su propio asesinato.
Ahora bien, cualquier espectador avisado, comprenderá que este poético texto de Patricio Vallejo Aristizábal, tiene también sus orígenes en la tragedia de Otelo de Shakespeare, recompuesta por el director y dramaturgo colombiano Juan Monsalve, de donde nace este trabajo como nos informa nuestro autor. Sin embargo, no es un simple proceso de apropiación de personajes teatrales emblemáticos, previamente existentes. Al contrario, es un procedimiento tan complejo como caro.
Heiner Müller publicó su Hamlet Machine en 1977 por primera vez, y la estrenó en Alemania como director del Berliner Ensamble en 1979 transformando radicalmente la dramaturgia textual y escénica del mundo, a partir sin embargo de la influencia inevitable de Bertolt Brecht, de quien fue su crítico discípulo, pero planteándose nuevos caminos. En la obra antes dicha, Müller acude a un mecanismo muy particular para construir su personaje central, Hamlet: es un personaje moribundo, aún más, es el cadáver del personaje de Hamlet que tiene a sus espaldas las ruinas de Europa.
Esta perspectiva, además de la fragmentación de la acción, de la falta de ontología del drama, signa la obra de Müller como dramaturgo y director. Pero, por ahora, nos interesa su manera de construir los personajes que propone en Hamlet Machine. Esta inquietante idea: no es el Hamlet de Shakespeare, es el cadáver de ese personaje que mira a la Europa devastada de la posguerra, no es el príncipe de Dinamarca que regresa a Elsinor para asumir el trono y descubrir y vengar el asesinato de su padre. No. Es lo que ha quedado de él. Y esa sola distinción de personaje muerto, instituyen también el tiempo y el espacio de la muerte en la escena, no el castillo real danés, ni sus salones, ni sus pasillos, sino el escambroso sitio donde un muerto mora.
Vallejo Aristizábal usa del mismo recurso, no por copiar la idea de Heiner Müller, sino más bien por la necesidad expresiva que esto abre: ¿hemos escuchado la voz de Desdémona luego de ser brutalmente ahorcada por el Moro? ¿Hemos escuchado alguna vez la voz de la mujer víctima de un femicidio? ¿Es que acaso la tragedia está en Otelo en realidad o en Desdémona? Hace mucho sostengo que la vida terrible de Edipo, condenado a sacarse los ojos y vagar por el mundo hasta morir, tras descubrir la verdad de su vida, se opaca abrumadora, ante lo que vive Yocasta: muy joven es casada con Layo y se convierte en reina, al nacer su primer hijo tiene que matarlo –ya sabemos que en la realidad de la trama no sucede pero sí en la realidad del personaje– por designios del inefable Delfos; renuncia a tener más hijos por temor, luego su esposo, el Rey de Tebas, es asesinado en una reyerta. Viuda y doliente acepta la llegada de un héroe que libra a la ciudad de la peste, a quien le ofrecen el trono y la mano de la reina Yocasta, solo para descubrir, muchos años después y cuatro hijos de por medio, que Edipo es su hijo y mató a Layo, por tanto, su himeneo y su descendencia son producto del más aborrecible incesto. Enloquecida se quita la vida. ¿Puede compararse este desgarrado devenir con el de Edipo? No, nunca. Pero no escuchamos hablar a Yocasta sino en función del macho, del rey héroe que le ha desposado.
Igual en Otelo, en la infame escena II del Acto V, donde el Moro de Venecia mata a su amada esposa, se escuchan desde el inicio las voces del gobernante justificando su atroz acto: debe morir para evitar que engañe a otros. Los celos inconmensurables que propician su acto, tienen un y mil pretextos para encaminarle al crimen. La voz de Desdémona, en esta como en otras escenas, apenas si aparece clamando justicia, verdad, clemencia, pero no es escuchada y la atención de la obra se centra en el protagonista y sus desvaríos.
Y es en este punto que la obra de Patricio Vallejo Aristizábal asume lo que no sucede ante el femicidio: permitir que, por medio de la Actriz, personaje de la obra, Desdémona hable, cuente su realidad, al modo del Hamlet de Müller: es el cadáver del personaje el que yace al pie del sicomoro y a quien vemos y escuchamos, junto a Emilia, Yago y el espíritu del propio Shakespeare. Reto único, además, para Verónica Falconí que encarna a Desdémona. Muchos actores, sobre todo aquellos formados en el método de Stanislavski, aducen que más que actuar viven el personaje. ¿Cómo vivir el cadáver de un personaje? ¿Cómo dar vida a un cuerpo, mente, alma y emociones muertas? ¿Cómo dejar hablar a quien dejó de existir?
Como es evidente, este complejo y poético texto,[iv] a tono con lo dicho, entabla un desgarrado diálogo entre el grupo y los contextos oscuros que vivimos: el Ecuador es una porción de planeta donde cada 26 horas una mujer es asesinada violentamente. Y a esa brutalidad se enfrenta Contraelviento, dando voz –en el cadáver de Desdémona– a esas miles de mujeres que son desaparecidas de este suelo por solo ser mujeres, como dice un texto de la Actriz, como muestra la brutal realidad. La Desdémona de esta Canción del Sicomoro carece de certezas sobre su muerte, como no las tendrán las mujeres matadas. No encuentra justificación, ni justicia, ni clemencia como el personaje original, solo que ella no clama por esto, sino que habla de su alma, desde su alma, del dolor inconmensurable del engaño, los celos, la mentira. El dolor indescriptible de ser terminada por la persona amada, en un contexto que además tenía mucho de racismo en la obra original, como lo tiene el femicidio en un país tan desigual como el nuestro.
El tiempo y el espacio, entonces, que la obra sugiere desde personajes que han muerto –se dice que la voz de Yago también es la del cadáver de él– no es el tiempo y el espacio convencional ¿es que es normal el tiempo de matar lo amado? Es el tiempo de la sinrazón que nos cunde. ¿Es que puede ser normal el sitio donde se ahorca a la mujer por celos? Es un espacio devenido en lugar criminis. Tiempo y espacio que se altera más por la presencia de la Actriz quién es el único personaje externo a la trama original de Shakespeare, el autor y director de esta versión, no ocultan al espectador que estamos ante un tinglado escénico, usando de recursos meta teatrales, para distanciar al espectador de la tragedia del Moro y con ello estrellarle contra la realidad de la dulce princesa de Venecia. Y, aunque de una tragedia espantosa se trata, Vallejo Aristizábal nos lleva indulgente a la poesía que el alma de Desdémona y la Actriz, destilan, para hacer de ungüento sanador ante el acto incomprensible. El canto, presente otra vez, como la música. Los objetos evocados o presentes, que buscan ser de época con su pátina; la culpa de Otelo, la fuerza de Emilia que lo enfrenta como en la obra original, solo amplifican la desolación que provoca la muerte injustificable de una mujer. Pese a lo cual, al ser un texto nacido para el montaje, literariamente puede ser que apresure el final, aunque en la puesta en escena eso no sucedía.
Obra insondable y cruel, poética y realista a la vez, que nos obliga a mirar de frente, la salvaje realidad del femicidio, encarnada en las dos bellas mujeres que dan vida a los personajes.
Las señales del cielo
Alguna vez, en La Habana, discutiendo con amigos artistas, alguien dijo que en América Latina no había buenos guionistas de cine porque la realidad de nuestros pueblos es demasiado brutal como para además llevarla a la pantalla. Por ello, un conjunto de películas despiadadas y descarnadas sobre la realidad latinoamericana, han sido calificadas como porno miseria. Tal vez la exigencia de verosimilitud –que no de realismo– que es consustancial al cine, justifica una denominación tan perversa al hablar de cintas que tratan ciertos temas sensibles.
Por ventaja, en el teatro, la porno miseria sería imposible. Y este texto de Vallejo Aristizábal es un claro ejemplo. De nuevo, los textos del director quiteño, ponen en dialogo al espectador con un asunto fundamental para el país en los pasados años: la migración. Si bien el trasfondo de La flor de la Chukirawa es también la migración, aquí se trata desde otra perspectiva y se enfoca en otros ámbitos. Aparece otra vez el entorno y la teatralidad andinas como espacio donde la acción sucede, pero desde ahí nos transporta a una playa, al desierto, donde migrantes anónimos, no personas sino números para parafrasear los no-lugares de Auge, van a dar con sus huesos cuando huyen de este país en busca de un sueño improbable, opaco y mucho más sufrido de lo que proclama el american way of life ansiado.
Y hay una arista más: es la visión del migrante desde la periferia, desde el sur, desde la humanidad de quienes se van y de quienes miran a otros irse. No desde la estadística o el problema social que es para los países de acogida, si el término cabe. Son, estos personajes, la voz desgarrada y altamente poética, de los seres andinos que pueblan la obra, en flagrante y profundo vínculo con su tierra, que se interpelan por la partida y el viaje, nunca por la llegada ni por el esquivo éxito que esta promete. Sin embargo, en la obra no hay tragedia en el sentido convencional.
La tragedia en esta obra es un trasfondo, siempre presente, pero nunca evidenciado con la brutalidad de una muerte en escena, de una anagnórisis que descubra el error trágico o una peripecia que trasmute la situación virtuosa en infierno, como propone Aristóteles en La Poética. La tragedia en esta obra está ahí, siempre presente, sin transformaciones, sin reconocimientos: todos se han ido y se irán todavía los pocos que quedan. ¿Y es que puede haber mayor sino trágico que abandonar, que ser expulsados en realidad, por una patria que, mala madre, vomita a sus hijos de la tierra que les dio sentido y casa?
Esa constatación trágica, presente en toda la obra, es de nuevo templada con la poesía, en este caso poesía teatral, además, que emana de la escena que se propone. Con diálogos delicados y tiernos, la Abuela y los nietos asumen la partida, cruel y desgarrante para una familia, un pueblo, un país, como un sino inexorable que solo deben cumplir, añorando siempre a los que ya han partido.
Ahora bien, igual que en otros textos de Vallejo Aristizábal, aparece en esta un personaje colectivo, La Procesión de los que se Van, que, aunque no tiene textos, no dice nada, es una suerte de conciencia fusionada, una suerte de cuadro de fondo que enmarca las acciones de la obra con sus apariciones, fantasmales o esperpénticas si se quiere, evocando tal vez la fila interminable de viandantes que salió de Yangana en nuestro primer éxodo literario, narrado por Ángel Felicísimo Rojas. Este personaje grupal se muestra en clave de procesión, lo cual no es ni arbitrario ni casual: la procesión es la suma de almas dolientes, de peregrinos y sus exvotos, es la reedición de la tragedia que funda al cristianismo -la cruz- como diría Von Baltasar en su Teodramática, evidenciando que la cruz de este país, como la del mártir del Gólgota, se hace más penetrante en ausencia del cuerpo zaherido, antes en la pasión, ahora en la migración, cuerpo desaparecido y redivivo antes, desaparecido y olvidado ahora.
Para esto, Patricio nos lleva del espacio y tiempo andinos, a otros tiempos y espacios en los que ajenos, el migrante deambula: la playa y la Mujer en el Mar y el Hombre en una Playa Oscura; el desierto y El Hombre en el Desierto; el recuerdo y la Nieta y el Nieto niños, en una suerte de dream land recuperado por el diálogo con la Abuela. Hay que decir, pero, que este no es un texto creado al calor y las exigencias del grupo, y tal vez por ello es el más literario en sentido dramático, el más poético de todas las obras de este libro, y en ese ámbito, el literario, es el más logrado de todos.
La acción que la obra propone es morosa pero no demorada ni extensa. Son acciones que muestran una dimensión que aflora poco en el teatro: la azorada convicción de saber que seremos cuando ya no somos. Es decir, la perfecta certeza de que es más posible la muerte, seremos muertos, cuando partimos y dejamos de ser habitantes, ciudadanos, humanos en el ande, para volvernos un alijo de huesos anónimos, olvidados en alguna duna o en la ola de una marea que desde la montaña no existe ni se ve. La migración, así retratada en este bello texto, no tiene el lente deformante de la victimización, sino la lírica certeza de una realidad eterna y universal: todos somos producto del viaje, del traslado, de la movilidad que ha llevado al humano a todos los confines del planeta, con desgarramientos y ausencias definitivas. Es una tragedia extrañante en su tono, que no es ajena, donde la ternura de esa Abuela con sus nietos, prima por encima de todo. Es decir, otra vez Vallejo Aristizábal, con la enorme sensibilidad humana que ha cultivado con sus compañeras y compañeros de camino en Contraelviento, quiere mostrarnos a los seres que protagonizan la diáspora, más que la diáspora misma que ya lleva demasiado tiempo instalada entre nosotros. Y para ello no escatima en referir hechos históricos reales, como el feriado bancario o la firma de la paz con el Perú, que han sido sucesos matizantes de esta fuga permanente en la que el país vive y está siendo reeditada en este tiempo como un bucle morboso y siniestro. Con ello, además, la obra adquiere una actualidad universal a América Latina al menos, demasiado hundida en los desvaríos de gobernantes narcisistas e insensibles a estas realidades agobiantes que viven los pueblos, bien retratados en los personajes de un texto dramático tan lúcido como Las señales del cielo.
Estruendo: ceremonia para enjuiciar al espíritu del tiempo
En esta obra, Patricio Vallejo Aristizábal vuelve sobre algo ya señalado: asumir elementos, personajes, situaciones, de una obra de Shakespeare, para construir un texto y una puesta en escena contemporáneas, en torno a una temática propia. Es la reflexión, la tragedia y el llanto de Contraelviento por la pandemia.
El mundo entero se vio sumido, casi por tres años, en una situación vital desconocida, nueva y brutal: miles morían a diario en las calles de todo el planeta, hospitales, clínicas, centros de salud colapsados y desbordados en sus capacidades de atención. Amigos, familiares, conocidos, conocidos de conocidos que relataban aterradoras escenas de quienes, contagiados y con la enfermedad agravada, tenían que ingresar en cuidados intermedios o intensivos, intubados, con sus organismos colapsados, abotagados, ahogados, en una pendiente abajo que tenía como sola consumación la muerte.
En este estertóreo y patético escenario, en muchos países –el nuestro no fue la excepción- políticos y funcionarios públicos, representantes y conductores de sociedades, tuvieron a bien medrar para sus arcas, para sus fines escandalosamente perversos, de la tragedia mundial y cometer atrocidades que empalidecerían a los mismos demonios.
Para nadie tampoco será novedad, que el mundo de la cultura y el arte, fue de los ámbitos sociales más afectados pues vivimos, tenemos vida, cuando juntamos a nuestras creaciones con sus 36 espectadores. Y en artes escénicas aún más: el convivio que define Jorge Dubatti, es justamente lo que provoca reunir en tiempo y espacio a ejecutantes y espectadores (Dubatti, 2007). Las artes escénicas, por tanto, incapaces de reunir en un espacio -el escenario- que antes era fuente de jolgorio y comunidad, a creadores y espectadores, cerró todo espacio posible de encuentro. Las artes escénicas fueron las que más sufrieron al punto de habernos dejado, tras la pandemia, más lánguidos, más escuálidos, más ayunos de posibilidades, pero no muertos.
Muchos, en un suicida acto de persistencia, de memoria, de resistencia y, tal vez de vanidoso desafío a la muerte, decidimos no dejar de crear. En noviembre del 2020 estrené una obra llamada El último espécimen basada en dos textos de Isidro Luna y fragmentos de La muerte accidental de un anarquista de Darío Fo, con una soberbia actuación de Pancho Aguirre, quien hacía tres personajes que se alternaban ante el espectador. Tuvimos cerca de 25 funciones, un público ávido de reencontrarse con el otro, con los espectadores, nos regaló momentos inolvidables en medio de una peste que nos asoló cuerpos y mentes.
En ese mismo tiempo, algo después de mi estreno, Contraelviento compuso y estrenó la obra que nos ocupa, en una pequeña cabaña rústica, con severas limitaciones de aforo y convocatoria, no solo para dar continuidad a su proceso creativo y sostenerlo, sino ante todo para resistir, para no quebrarse, para no morir de la epidemia más profunda que desató este tiempo purulento: la individualidad exacerbada, me salvo yo, lo demás no importa.
Como si de definir el teatro se tratara, Vallejo Aristizábal escribe desafiante en la escena V de esta hermosa obra, a través de La Cantora: “Como la peste, el teatro es una formidable invocación a los poderes que llevan al espíritu a la fuente misma de sus conflictos. En lo profundo de la oscuridad la quietud muestra el movimiento.” Y es que, quienes pudimos hacer algún trabajo en este oscuro tiempo, sabemos que fue una época donde invocamos a lo más insondable de nosotros mismos, para revelarnos contra la oscuridad y movernos a ciegas hacia un fin inexistente e imposible, propio de toda verdadera creación. Y es que ¿tal vez es eso siempre el teatro? Solo que ahora se amplificó por arte de los ataúdes de cartón, los shows mediáticos de empresarios y políticos que traficaron con el dolor y la angustia, a través de dudosas vacunas, de insoportables mascarillas o falsas panaceas.
Macbeth, en este caso -obra maldita para muchos teatristas- con su Lady, con sus Brujas, con Macduff, fue el lúcido pretexto que el grupo encontró para hablar de la pandemia, de los devaneos de los políticos, de la muerte que rondó cada momento en este tiempo maldito que vivimos. Macbeth no es, a mi parecer, un personaje individual en esta obra, sino la encarnación, el símil, la analogía de los políticos de turno que han traicionado en su locura a su rey, el país. Macbeth es, por tanto, siguiendo la lógica brechtiana que ha integrado Contraelviento en su trabajo, un personaje arquetípico que despierta gestus sociales perversos en su afán de poder, riqueza y fama. Macbeth es Lenin Moreno, Bucaram y Cinthya Viteri o es Ayuso y su pareja en España, entre tanto sinvergüenza que medra del dolor humano.
En la obra del poeta de Stratford On Avon, las Brujas agoreras cumplen varias funciones: hechizar a Macbeth para que cumpla su destino, aunque le dan la oportunidad de escoger y sabiamente le advierten, que, de llegar ser rey, su gobierno durará solo un día. Son también atalayas que anuncian lo que vendrá, oráculos que vaticinan el desastre y vínculos con lo oscuro y demoniaco. En la obra de Patricio, además, advierten a los coludidos de su patético fin:
BRUJA 2. Canallas, mercaderes de la vida, del dinero, del poder, de la salud del trabajo. BRUJA 1. Canallas, mercaderes de la noticia, del miedo, del dolor, de la esperanza, del hambre.
BRUJAS. (A coro) Les caerá el látigo, antes aún de que empiecen a contar sus ganancias.
Trasmutadas en deformes juezas, sentencian a los macbeths que han expoliado a sus dolientes pueblos. Lanzan sus dardos contra ellos y auguran su fatal caída, que a la luz del tiempo y viéndolos dueños de sus embelecos, parece que no se cumplió por desgracia. La tragedia de Macbeth es sobre la traición, sobre los caminos oscuros que se siguen para cometerla, sobre el poder que acude a toda manipulación (Lady Macbeth) para obtener sus fines; una tragedia, al fin, sobre la ambición desmedida y el engaño. Aquí, en este texto de Vallejo Aristizábal, eso se amplifica, como vimos, a personajes que encarnan males sociales, seres colectivos, comportamientos naturalizados como normales en la vida cotidiana de la política y la vida de un pueblo.
En la escena III, llamada con ironía Un sueño jocoso la Cantora relata el hecho real de la llegada del primer embarque de vacunas al país, transmitido en vivo por la televisión nacional, discursos y fanfarrias, luces y escayola, solemnidad y azoramiento ante la llegada de la salvación. Magistralmente lo retratan como la escena ridícula que fue: un contenedor, dentro del cual enormes cajas, una dentro de la otra, fueron desveladas ante la mirada esperanzada del pueblo que veía como se quitaban las capas de la cebolla hasta llegar a un mínimo contenedor refrigerado con apenas pocas dosis, que se repartieron entre las personas VIP del gobierno. Escena cruel y absurda a la vez, grotesca y desorbitada, que mostró el verdadero rostro de la verdadera pandemia de este país, de tantos otros también: la codicia enseñoreada en quienes detentan la guía de la grey pública. La tragedia de Estruendo… entonces, no es la misma que la de Shakespeare, es eso y mucho más: la sinrazón, la avaricia, la concupiscencia del poder con el poder en un himeneo nauseabundo y cruel: “¡Y de un extremo a otro llénenme de implacable crueldad! ¡Que se espese mi sangre! ¡Que se obstruya todo paso y acceso a la piedad, que no se alce un natural escrúpulo compasivo que venga a detenerme…!” dice nuestra Lady Macbeth como un improbable ruego, que sin embargo parece retratar las entrañas de estos gobernantes que tan brutalmente ejercieron su estupidez durante este tiempo.
Por lo demás, técnicamente, Vallejo Aristizábal acude al absurdo como vimos, pero sobre todo a hacer evidente, de forma insistente, la ficción, la aparición del teatro a cada momento, los personajes vuelven a las actrices o al actor todo el tiempo, se referencia al teatro como el espacio donde esto está sucediendo, se acude a la representación como el mecanismo para evidenciar, vía la oposición, la realidad retratada en una fantasía que amplifica la brutalidad vivida. Y así, la obra es también testimonio y registro de este tiempo padecido, aunque el final del texto, coincide con el final temeroso de la pandemia, en el cual las gentes siempre vitales “marcharon hacia el horizonte, querían acunar al sol en su caída, solo unos cuantos astutos esperaron a la noche, todavía ansiaban agarrar un puñado de estrellas y guardarlas en los bolsillos”.
Cuenca Diciembre 2023 – marzo 2024
Bibliografía
Barthes, R. (1964 - 1977).
Ensayos Críticos. Buenos Aires: Seix Barral.
Biblia - Reina Valera. (1960). México: Sociedades Bíblicas Unidas.
Boutang, P.-A. (Dirección). (1996). El Abecedario de Deleuze [Película].
Carrió Ibietatorremendía, R. (2004). El teatro de grupo en Cuba: antecedentes y deslindes. Tablas, 3 - 8.
Descalzi, R. (1968). Historia Crítica del Teatro Ecuatoriano. Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana.
Dubatti, J. (2007). Filosofía del Teatro 1: convivio, experiencia, subjetividad. Buenos Aires: Atuel.
José Antonio Sánchez y Esther Belvis. (2017). No hay más poesía que la acción. México: Paso de Gato.
Lorca, F. G. (26 de Enero de 2022). Cultura Andalucía. Obtenido de http://www.culturandalucia.com/FEDERICO_GARCIA_LORCA/Federico_Garcia_Lorca_CONFERENCIAS.htm
Vallejo Aristizábal, P. (17 de Febrero de 2021). Contraelviento o la resistencia artística. (D. C. Espinoza, Entrevistador)
Vallejo Aristizábal, P. (2011). La niebla y la montaña. Bloomington: Palibrio
Notas
[i] 1 Texto tomado de la obra Al final de la noche otra vez incluido en este volumen.
[ii] Hay solamente tres textos de Deleuze sobre el teatro, los tres breves en realidad: en la introducción a Diferencia y repetición (1968), en particular en la sección “El movimiento real, el teatro y la representación” (Deleuze, 1968, pp. 13-22), en “Un manifeste de moins” [Un manifiesto menos] (Deleuze, 1979) y en “L’Épuisé” [El Agotado] (Deleuze, 1992).
[iii] “El ‘Abecedario’” es el afamado documental sobre Gilles Deleuze realizado por Pierre-André Boutang. Fue difundido póstumamente, a petición del mismo pensador, y está constituido por ocho horas de entrevistas en conversación con Claire Parnet que datan de 1988-1989. La entrevista realizada por Pierre-André Boutang para ediciones Montparnasse toma el formato de Abecedario. Parnet va presentando palabras cuya inicial sigue el alfabeto y Deleuze desarrolla con ellas su pensamiento.
[iv] De las cinco obras que componen este libro, esta es la más poética, tanto por la situación que propone, como por la escena que construye. Pero, sobre todo, es literariamente poética, en el uso del lenguaje, que acude a tropos como la aliteración, por ejemplo: “La fuerza bruta vino de Creta en forma de toro” la reiteración de la R y la T crean un ritmo, pese a no ser en verso, y una cadencia rítmica que bien podría evocar los sonidos del galope de un toro enfurecido.